LA ALBERCA
Rezo por ti
El Jueves Santo nos recita con el viento el gran verso de Montesinos: «¿Quién al dolor –por qué– lo hizo tan lento?»
Frío
Aguas dolorosas
Han salido los tramos de amargura a la calle. El tambor de la lluvia ha marcado el compás de la marcha 'Margot' de Turina. Silencio. Los naranjos vocean un aroma de siglos. El Señor es contigo. Estas horas de Dios en el viejo almanaque campanean ... el ritmo y una fuerte matraca bambolea los pasos de costero a costero, muy despacio, sin prisa. En los guantes de seda de los tres guardamantos que acompañan al palio se acumulan los siglos. Y en la Cruz de Jesús Nazareno se agrietan las maderas del tiempo. Jueves Santo en los templos. La zancada del Hombre va por calles oscuras y el zigzag del barroco, el horror al vacío, agoniza en la luna. Las caderas de Cristo se retuercen y crujen bajo el trueno de plomo. Todo está decidido. Va a morir esta noche.
Yo imaginaba de joven al Mesías sollozando, ahí enclavado, los versos de Rafael Montesinos. «Me muero por que me quieran, / pero nunca lo diré. / y después de todo, ¿qué? / ¿Morir para que me quieran? / ¿Que me quieran? ¿Para qué?». Pero ahora que sé que el Señor está expirando por derecho y que ya no es una vigilia, ahora que el reloj ha clavado su flecha en su costado, ahora todo es distinto. Vi hace sólo unos días a las jerónimas de Santa Paula, veintiuna, salir de la clausura a la capilla. Entre alaridos de la Roldana y estertores de Martínez Montañés. Arrastrando todas los pies por los azulejos de Niculoso Pisano. Sólo se escuchaba el zumbido de las abejas del jardín, que tal vez revolotean el convento porque envidian la mermelada de las monjas. Y allí, en esa cima de la soledad, leyó el sacerdote el evangelio: «En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?». Jesús le contestó: «No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete»». Setenta veces siete he perdonado. Y ahora, bajo el temporal que ha regado las flores de los palios, veo a Cristo sentenciado y sólo me queda una cosa cierta, la Esperanza. Que Ella me perdone a mí.
Esta noche echaré el antifaz sobre mi rostro, vestiré la túnica de merino y caminaré por la Madrugada hasta el Sagrario. Lo haré llueva o ventee. Si no puedo por las calles, por la memoria. Rezaré a media voz para que la Expiración sea cortita y no se me repita el verso de la agonía: «¿Quién al dolor –¿por qué?– lo hizo tan lento?». Y luego, cansado del frío y del escalofrío, volveré caminando a casa bajo la luz fúnebre del Viernes para descontar las horas de la gran noticia. Así se cumplirá el rito, barroco de ida, mudéjar de vuelta, porque la Esperanza siempre avanza hacia el principio, y el espejo me dirá, aún vestido de nazareno, cuántas arrugas más tiene este año el terciopelo. Hacer su penitencia es como el retrato de Dorian Gray: su belleza eterniza nuestra juventud.
La Semana Santa es un milagro de siete días y una noche. Esta Noche, aunque el tambor de la lluvia suene sobre los tejados, morirá en el alba de Dios mismo. Esa es la gran Esperanza. Y a ello rezo. Por ti también. Sí, por ti, estás leyendo bien.
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