lente de aumento
Sánchez, lástima de Pimpinela
Hay más verdad en un «juez Peinado, ¿qué quiere que le diga? Bego es mi esposa, no me quedaba otra»
La ejecución pública de Rodolfo Sancho
Gangrena sanchista
«Es mi esposa». Tres palabras proferidas ante un juez para justificar lo injustificable sin recurrir a lo obvio: el nepotismo caciquil monclovita. Unas comillas que permiten fabular algo más que, a mi juicio, revela mucho y más allá del meandro legal que sirvió ... al presidente zafarse del interrogatorio judicial. Imaginemos que añadimos por delante un 'pero'. Sería más verdad que las cartas de amor instrumentales o las giras por televisiones amigas y hasta hubiera permitido a sus heraldos para sacar los pies del fango servil. Una conjunción adversativa que advertiría al magistrado que a Pedro Sánchez no le quedó otra, que concedió a Begoña aquello que le pidió o que, ya puestos, necesitaba dopar el currículum de su mujer hasta las nuevas cuotas alcanzadas por él: tener una esposa a la altura profesional recién alcanzada por su marido. Porque si él es el presidente, ella no podía ser la reclutadora de petos para ONG's en una empresa de marketing. Quizá porque es lo mínimo que le debía después de haberle acompañado en unos ascensos que se demoraban y hasta le consiguió unos trabajillos cuando Pedro era solo un tal Sánchez.
«Es mi esposa», a secas, no cuenta pero asoma lo que uno se imagina que ocurrió nada más flanquear la nueva residencia del matrimonio. Dos opciones: él se lo ofreció, ella se lo reclamó. Conocida la trayectoria vital de su sanchidad no resulta descartable que al presidente que emergió extramuros del socialismo no le pareciera que su mujer estuviera a la altura profesional de la épica personal alcanzada. Había que asearle la trayectoria profesional, convertirla en la nueva Cherie Blair o Miriam González patria, por mucho que no tuviera ni una carrera universitaria. «Si quiero, puedo hasta hacerla catedrática, que soy el presidente, cojones».
La otra posibilidad me sugiere otro tipo de entrecomillado: «Pedro, amor, yo ahora es que no me veo yendo a la ofi como una currita más». «Tienes razón, cariño. Vamos a tener mucho viaje oficial, cenas de gala, recepciones, mejor quédate en Monclo…» «¿Cómo? De eso nada, Pedro, quiero algo en lo que trabaje poco y luzca mucho, de mujer empoderada, independiente, madre y ejecutiva».
Estaríamos ante una conversación de pareja en la que fallaron ambas partes, ella por exceso y él por ese defecto tan común en la vida conyugal de callar por no cagarla. Porque el Sánchez marido debería haberle dicho a su parienta que ni contaba con la formación, experiencia ni titulación para ejercer de profesora experta en África o catedrática universitaria. Si el matrimonio hubiera tenido una conversación a lo Pimpinela, honesta, sincera, realista y, sobre todo ética, nos hubiéramos ahorrado este esperpento de presidente zaherido cazabulos. Lo que sea con restaurar el honor mancillado de su dama. Porque hay más verdad en un «juez Peinado, ¿qué quiere que le diga? Bego es mi esposa, no me quedaba otra». Sin cartas a lo Bárbara Cartland, ni cacerías de fachas, ni feminismos impostados. Solo un hombre enamorado (o acojonado).
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