lente de aumento
La ejecución pública de Rodolfo Sancho
Yo sólo veo a un padre desesperado dando vueltas a la pregunta que le abre en canal: ¿qué has hecho Dani, cómo has podido?
Gangrena sanchista
Puente, apóstol del fango, me bloquea
Hemos seguido su caso con la glotonería morbosa de ese empacho de ingredientes que lo hacen tan apetecible: padre actor famoso, abuelo epítome del macho hispánico, nieto devenido en 'toy boy' de cirujano afamado y un crimen macabro que ha acabado con el niñato ... en una mugrienta cárcel tailandesa por descuartizar a su novio con las habilidades de chef aprendidas en sus estudios culinarios. Hemos disfrutado del juicio paralelo en los platós, donde han desgranado su pirotecnia legal los abogados del reo, picapleitos con más recorrido televisivo que penal, que apenas disimulaban su avidez por aprovechar el tirón mediático con el que, unos, recuperen glorias pasadas de 'vedette' de juzgado y, otros, alcancen el puesto para el que no te preparan en la facultad: abogado-asesor de televisión. Los medios también nos hemos volcado porque, qué carajo, no podemos desaprovechar esta orgía de 'clickbaits' que supera cualquier bombardeo en Kiev o incursión en Gaza. Porque eso es lo que nos distingue: lo relevante se arrumba ante lo interesante, siempre por encima de lo importante. Nada puede con una historia de famoseo, crimen con tintes gays y un cadáver desmembrado. No nos contentamos con una condena penal. La horca, la silla eléctrica o la inyección letal hubieran sido el punto necesario para que este drama alcanzara el éxtasis esperado.
Pero en esta sangrienta normalidad hay algo que me descoloca y desalienta: el ansia de que el castigo alcance al padre, ese deseo de que no vuelva a trabajar, de celebrar cada patinazo verbal, de criticar su intento de recaudar el dinero para traerse de vuelta a su oveja descarriada. ¿Por qué? ¿Qué haríamos nosotros si el asesino fuera nuestro hijo? ¿Hasta dónde llegaríamos? Esas han sido las preguntas que me han taladrado la cabeza, mucho más que el tamaño del cuchillo o de la celda de Daniel. Lo que me fascina del caso no es el juicio al asesino sino la condena a su padre. Somos insaciables, conminados a encontrar una culpa en la educación recibida, en el divorcio de sus padres, en la celebridad no digerida, en… Cuando quizá no siempre los padres somos culpables de las barrabasadas de nuestros vástagos, no tenemos que pagar sus platos rotos, ni hacernos responsables de la senda maligna por la que decidieron transitar. En esta era tan sobreprotectora, echo de menos la educación perdida en la que los padres no teníamos la culpa de todo y los hijos sí la de sus actos. Quizá justo ahora es cuando menos sentido tiene que los padres paguen en diferido, porque ahora es cuando los vástagos mutan de la libertad al libertinaje y tienen una pléyade de derechos y un solar de deberes. Esperamos que Rodolfo se fustigue hasta abrirse las carnes y yo sólo veo a un padre desesperado en la soledad de la habitación, dando vueltas en su cabeza sin hallar respuesta a la pregunta que le abre en canal: ¿qué has hecho Dani, cómo has podido? Solo por eso merecería que el padre no acompañara en el cadalso público al hijo.
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