lente de aumento
Doña Sofía y los bárbaros
Lo que mamá Bárbara enseñó a su prole es que se puede chantajear, extorsionar, como golfos de alcoba
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Hay una imagen de hace años que me conmovió y que, cuando años después falleció mi padre, me volvió a la memoria del dolor y el desgarro. No fue la de Don Juan Carlos llorando al paso del féretro de su padre en El Escorial. ... Fue la de una Reina aferrada a su mano, anegada en lágrimas, sujetando y compartiendo la pena inmensa por la pérdida de un suegro que se sacrificó por su marido. La imagen de Doña Sofía me tocó, como ocurriría años después con la de Teresa ante el ataúd de mi padre, marino como Don Juan y compañero de charlas del Conde de Barcelona en la cámara de oficiales del Juan Sebastián Elcano.
Cuando hoy una familia desestructurada y necesitada de 'doblers' airea de forma inmisericorde los encuentros íntimos de la matriarca con Don Juan Carlos, yo solo pienso con mi infinito reconocimiento, afecto y compresión en esa esposa, madre y Reina que jamás ha perdido su sitio, con entereza, con profesionalidad, aunque el palabro no le guste, con una discreción y elegancia a la que la amante real jamás podría aspirar ni en cien vidas.
Los audios, conocidos pero no escuchados hasta ahora, sorprenden por la inocencia bobalicona y la indiscreción del monarca, combinada con la chabacanería de la amante metida a embaucadora de cuarta, pero duelen cuando se refieren a Doña Sofía, que seguro que siempre supo lo que había pero desde luego no se merecía acabar en boca de una tipa que hizo de la pulsión del monarca su hucha y que utilizó a su hijo, haragán, borrico y malcriado, como el 'paparazzo' de sus encuentros.
Lo que mamá Bárbara enseñó a sus hijos es que se puede chantajear, extorsionar, como golfos de alcoba. «Yo pongo el cuerpo y tú, hijo, la cámara». No me extraña que el júnior del domador sea un tarambana sin oficio ni beneficio, un chisgarabís con labia pero sin moral, un tipo que nada tiene que ofrecer al mundo más que unas grabaciones de su madre acostándose con un hombre.
Por eso, por toda esta casquería infecta, la figura de Doña Sofía emerge, nívea, sobre el lodazal. Sus lágrimas aquel 7 de abril de 1993 en el Panteón de los Reyes del Real Monasterio de El Escorial al paso del féretro de un gran hombre son el ejemplo, más necesario hoy que nunca, de que por encima de todo y de todos está el servicio a una institución, clave de bóveda de España, por mucho que hoy tengamos que padecer, entre la pena, el estupor y la desilusión, la romería televisiva por algo que ocurrió hace cuarenta años en el catre de una corista. Hoy Juan Carlos I emborrona su legado en desiertos lejanos. Su hijo demuestra cada día la fuerza y la necesidad de nuestra monarquía. Su madre sigue aquí, farallón de dignidad y entereza ante una 'troupe' de bárbaros que busca sacar rédito de las acrobacias de catres pasados.
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