El proceso del procés
«Para resumir el proceso del procés: nada ha funcionado en los planes del nacionalismo catalán. Mintieron a sus seguidores diciéndoles que serían tan «astutos» que el Gobierno español aceptaría el referéndum, mintieron en el masivo reconocimiento internacional, mintieron en la lluvia de inversiones. Y resulta que ni Sánchez, al que hicieron presidente, les ayuda, que sus líderes están procesados o exiliados y que miles de sus empresas se han ido»

Faltan todavía meses para poner fin al proceso que sienta en el banquillo a la plana mayor del procés catalán ante siete magistrados del Tribunal Supremo que, recubiertos con sus togas, contemplan y oyen lo que se dice unos peldaños más abajo con la gravedad ... de quien está por encima de los afanes mundanos, pero no tienen más remedio que ocuparse de ellos, sin dar la menor muestra de inclinación, rechazo o simpatía por lo que ven y escuchan. Tengo, sin embargo, la impresión de que se ha dicho todo lo que de verdad importa y que, en adelante, sólo oiremos repeticiones de lo ya dicho, con más o menos fuerza y floritura, aunque la reiteración los haga cada vez más tediosos. De ahí que podamos hacer una primera evaluación, una especie de cálculo provisional del que ha sido llamado juicio del siglo, prematuramente tal vez, pues el siglo XXI viene cargado de sorpresas.
Empecemos por los acusados. Se dan entre ellos todo tipo de caracteres y temperamentos, desde el flemático al sanguíneo, pasando por el altanero y el humilde, aunque ya a primera vista se aprecia cierta similitud en su estrategia, con distintos papeles que pueden haber sido adoptados de acuerdo con sus abogados para facilitar su defensa. Pues todos ellos tienen en común algo importantísimo si pensamos que se juegan la libertad. Si cerramos los ojos y escuchamos solo la melodía de lo que dicen, en vez de los argumentos que exponen, nos damos cuenta de que suenan lo mismo: en vez de defenderse, atacan, unos a la bayoneta, otros con el dolido susurro de la víctima. Ninguno reconoce haber delinquido. Si actuaron como lo hicieron fue por haber encontrado una silla vacía enfrente y no tener con quién dialogar. Si hubo violencia fue la de las fuerzas de orden público que arremetieron a porrazos contra una multitud pacífica que únicamente quería votar, derecho democrático por excelencia, y si se encuentran desde hace más de un año privados de libertad es por la decisión extrema, e injusta por tanto, de una justicia más vengativa que justa. Son presos políticos, al juzgárseles por sus ideas, por sus declaraciones, por sus programas, no por sus hechos, que encajan perfectamente en derechos tan fundamentales como la libertad de pensamiento, de palabra y manifestación privada o pública. En el nivel más tierno, emocional, sentimental incluso, pues en algún momento llegó incluso a invocar los sentimientos de este mensaje está Oriol Junqueras, que llegó a exhibir como defensa ser un «buen hombre», católico practicante, excelente padre de familia. Cualquiera de los magistrados que le oían sin inmutarse podría darle docenas de ejemplos de individuos que pretendiendo tener esas cualidades, han cometido toda clase de delitos. Es más: de quien ha crecido en un ambiente asocial puede entenderse que delinca. Pero del que presume de todas esas virtudes cívicas, haberse saltado la ley y desobedecer las órdenes de los más altos tribunales agrava su culpa. Pero, naturalmente, nadie se lo echó en cara. Aunque los fiscales no dejaron de recordarle que no se juzgan ideas ni, menos, sentimientos, sino hechos. Los cometidos por él y sus compañeros de banquillo.
En el otro extremo de esta defensa común estuvo Jordi Cuixart, que con un lenguaje florido, que incluía tacos, y una retórica arrebatadora, como si aún estuviese en lo alto del abollado coche patrulla de la Guardia Civil dirigiéndose a la multitud, dijo las cosas más extravagantes como compararse con el disidente chino que se plantó ante los tanques en la plaza de Tiananmen, aunque se desdijo de su primera declaración judicial alegando que, entonces, su prioridad era «no ir a la cárcel», o sea, que sabía mentir ante un juez. Más grave fue que admitió su papel de «agente movilizador» de las protestas, como la ocurrida ante la Delegación de Hacienda en Barcelona, donde se produjeron los mayores incidentes, que calificó como «la mayor protesta pacífica en Europa». Aunque nada como sostener que «la democracia está por encima del Estado de derecho», como si no fueran lo mismo.
En medio de ambos extremos, están una serie de personajes que, según su papel en los hechos ocurridos, los forzaron en mayor o menor grado. Así, Rull justificó su desobediencia al Tribunal Constitucional en «su déficit de legitimidad». Mientras Forcadell lo desoyó, para «proteger el debate en el Parlament que presidía», aunque alegó no haber leído las leyes de ruptura con España antes de votarlas, Como si todos en la sala no supieran que «la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento». Forn, como consejero de Interior, lo tenía aún más difícil, pero encontró la salida más imaginativa: la independencia fue una especie de tragicomedia, «una declaración política que no se publicó en el Diario Oficial de la Generalitat, ni se comunicó al Gobierno español ni a ningún otro, ni generó acto administrativo alguno». Además, se desactivó de inmediato. O sea, podía ser una farsa. El gobierno ofreció otra: un referéndum según las normas del Tribunal Constitucional. Lo rechazaron. De haber aceptado su farsa, Cataluña sería hoy un Estado de hecho y de derecho.
Algo que vinieron a confirmar los acusados que se tiraron del tren a tiempo, al darse cuenta de que la cosa iba de veras, como Santiago Vila, que le ha valido no estar en prisión preventiva, y el propio Artur Mas, que hizo una de las declaraciones más valiosas. El anterior president confirmó que el relativo éxito de la consulta del 9 de noviembre de 2014 les animó a repetirlo con un plan que comenzaría por incluir la autodeterminación pactada con el Gobierno central en el programa de todos los partidos catalanistas; convocar luego elecciones «plebiscitarias» que, una vez ganadas, permitirían declarar la independencia. Pero las cosas se torcieron desde el principio. No hubo forma de que el Gobierno de Rajoy aceptase un referéndum que incluyese la autodeterminación. A mayor disgusto, las elecciones las ganó el bloque secesionista en número de escaños, pero no en votos populares, que sólo llegaron al 47 por ciento. Pese a ello, Puigdemont, ya al frente de la Generalitat, insistió en declarar la independencia. No sólo Más, también Urkullu, otro testigo clave, intentó convencerle de que convocara nuevas elecciones para asegurarse al menos la mayoría de los catalanes. Pero fuese porque temía no obtenerla o porque la CUP le llamara traidor, proclamó la DUI, la declaración unilateral de independencia. E, indirectamente, el 155.
Para resumir el proceso del procés hasta el momento: nada ha funcionado en los planes del nacionalismo catalán. Mintieron a sus seguidores diciéndoles que serían tan «astutos» (la palabra fue de Mas) que el Gobierno español aceptaría el referéndum, mintieron en el masivo reconocimiento internacional, mintieron en la lluvia de inversiones. Y resulta que ni Sánchez, al que hicieron presidente, les ayuda, que sus líderes están procesados o exiliados, que miles de sus empresas, incluidas las más importantes, se han ido. El nacionalismo juega estas malas pasadas. La peor es que no reconocen su fracaso. Veremos si, en el resto del proceso, se dan cuenta. Pero sin hacernos ilusiones.
José María Carrascal es periodista
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete