Una raya en el agua
Orejas
La distopía de los gigantes tecnológicos ha convertido la intimidad en una mercancía y la libertad en un trampantojo

A Carlos Herrera le encantan los cachivaches electrónicos, los gadgets. Tiene hasta un dron para planos aéreos y una curiosa especie de tableta para hacer de dj casero a base de efectos especiales. El otro día, en la fiesta con que celebró a la vez ... su cumpleaños y el éxito de una temporada de radio rutilante, andaba por el concurrido jardín de su casa sanluqueña -atardeceres de postal frente a Doñana- con uno de esos altavoces portátiles que ahora se sabe que no sólo atienden las órdenes de su dueño sino que funcionan como orejas digitales a través de las que los gigantes tecnológicos han organizado un sofisticado sistema de espionaje. Escuchan lo que le dices al aparato y de paso las conversaciones circundantes, de modo que en realidad estás retransmitiendo en directo tu vida íntima, lanzándola al aire. Lo que pudieran grabar en el Herrera party, atestado de periodistas y demás gente de mal vivir, es fácilmente imaginable: no dejamos sin despellejar a ningún personaje relevante.
Antes estas cosas las hacían los villarejos de turno en sus oscuros manejos. Ahora son las grandes empresas de inteligencia artificial las que espían al cliente y comercian con su descuidado consentimiento: en cuanto el comprador acepta, clic mediante, un pliego de condiciones bastante complejo, autoriza el uso de sus datos y su venta a terceros. Así, Amazon sabe que fumo en pipa o que leo a Banville, y Netflix que me gustan las series del género negro. Booking conoce dónde me alojo, el Corte Inglés mi número de pies y de cuello, y Google y los bancos… bueno, esos lo saben todo de nosotros, sin posible remedio. Los que tengan cuenta en Facebook deben ser conscientes de que están expuestos a que la compañía ofrezca a los partidos políticos las publicaciones que leen o las noticias que comentan para que les dirijan mensajes elaborados ex profeso. El algoritmo segmenta y agrupa ideológicamente a los usuarios y les induce a creer que la mayoría piensa como ellos: el espejismo de ciertas expectativas electorales tiene bastante que ver con este efecto. La libertad se convierte así en un trampantojo, la intimidad, en una mercancía y la autonomía de criterio, en una fantasía de espíritus ingenuos.
Pero el salto cualitativo es la invasión del espacio físico privado. Colocar en tu salón o en tu dormitorio un micrófono que se activa con tu propia voz supone un allanamiento arbitrario, un verdadero asalto a un territorio que sólo un juez puede inspeccionar previo mandato motivado. Lo peor es que encima le cobran al propietario, tan contento con su flamante -y por lo general carísimo- cacharro. Y a ver quién se cree que toda esa delicada información se almacena y se explota sólo para vender viajes, libros o zapatos.
Hemos entrado, y voluntariamente, en una distopía siniestra. Aunque compadezco al fisgón encargado de procesar los gustos musicales de Herrera.
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