NACIÓN CÍVICA
EL primer discurso institucional del nuevo Presidente del Partido Nacionalista Vasco ha mantenido desafortunadamente gran parte de la argumentación ideológica del devenir extraconstitucional que preside la actuación de esta formación en los últimos tiempos. Nos referimos, de manera particular, a la invocación de extraños derechos imprescriptibles, y pretendidamente consagrados además por parte de la Historia, de la nación vasca, cuando, en realidad, los derechos fundamentales son prioritariamente individuales, mientras que la nacionalidad, en cuanto que concepto jurídico, sólo es predicable del único Estado existente, que no es otro que el Estado español. Aludimos, en segundo término, a la infundada consideración de la voluntad del pueblo vasco como la exclusiva fuente jurídica de su status político; sin embargo, lo cierto es que la Constitución de 1978 es el primigenio parámetro de validez de las diferentes formas de producción normativa, y entre ellas, cómo no, los Estatutos de Autonomía de las distintas Comunidades Autónomas, incluido, por supuesto, el del País Vasco. Hablamos, acto seguido, de la irreal referencia al pueblo vasco como una incomodada colectividad soberana interfronteriza entre los Estados español y francés. Y, por fin, la imputación ficticia de una soberanía vasca constituyente, pues ésta se atribuye por Historia milenaria y hoy, por mandato constitucional explícito, al pueblo español.
Ahora bien, algunos contenidos de la reseñada disertación abren la puerta a una esperanza construida sobre dos razones. La primera, meramente personal, pero no por esto indiferente. Como recordaba Thomas Carlyle en Los Héroes, aunque con exageración, la Historia está transida de los anhelos, renuncias, gestas y hazañas de sus actores principales, y en este sentido la sustitución de personas es una alteración que produce siempre indefectibles cambios. La segunda, y más relevante, la institucional, aquélla hilvanada sobre el raciocinio político. Y, a tal efecto, las apelaciones al compromiso como valor, al proyecto europeo, a la paz y a los derechos humanos, a la solidaridad y, de forma especial, a la noción de nación cívica, merecen una importante consideración.
En efecto, de todas las categorías desgranadas es la nación cívica la que disfruta de mayor entidad y proyección. Una realidad que goza de connotaciones públicas, al tiempo que implica un estilo y unas finalidades políticas. El nacimiento de la misma democracia, ni más ni menos, hunde sus raíces en la participación del cives en la res publica. Los lejanos griegos del siglo V a. de C. lo sabían ya bien: vivían y se sentían partícipes de su destino común, aunque ello implicaba, de forma previa, la aceptación de las reglas de juego de la ciudadanía. Dicho de otra forma: lo primero era la ausencia de conflictos; lo segundo, la asunción de las conclusiones políticas del discurso racional.
Un concepto de nación cívica que implica la igualdad de derechos civiles y políticos de todos sus ciudadanos. El civismo es un estilo de vida, un modo de vivir en común intrínseco a nuestra persona, pues, como afirmaba Aristóteles en su Política, «el hombre es, por naturaleza, un animal cívico». Un existir en comunidad que es un vivir con, que es tener presente al otro, al alter, desde el previo respeto y la debida tolerancia. Un programa ideológico que se extenderá por el pensamiento estoico, especialmente en Roma, para entrar después en la modernidad de la mano de las Revoluciones liberales del siglo XVIII, inspiradas en una base racionalista y en una concepción liberal y pactista del Estado: los hombres nos damos leyes, como señalaban los clásicos, para no darnos tiranos. Estamos ante la exaltación de la libertad del individuo, el nacimiento del Estado de Derecho, el respeto a la norma común y la igualdad de derechos.
La clave del deseado nuevo talante conciliador de la prédica nacionalista se encuentra, a nuestro entender, en el impulso de una convivencia vertebrada sobre una base racional, y no sobre los tradicionales elementos de sentimiento, raza o mitológico pasado. García Pelayo diferenciaba certeramente, en su Derecho Constitucional Comparado, el concepto racional-normativo de Constitución, del concepto histórico-tradicional. El primero se construye sobre la democracia, la defensa de los derechos del hombre, el concepto de ciudadanía y la aceptación del consenso derivado del pluralismo. El segundo está varado en la soflama antimoderna y en las diatribas del Ancien Régime.
Por todo ello nos decantamos por la nación cívica frente a la nación étnica. La cuestión, evidentemente, no es menor. El nacionalista cívico y constitucional pone la convivencia, la democracia, el Estado de Derecho, la solidaridad, la paz y los derechos fundamentales por delante de su nacionalismo. El nacionalista étnico, a la inversa, propone primero su sacrosanta causa particular. Hoy, nuestro Estado constitucional se erige así sobre cuatro sólidos pilares. El primero, la existencia de una única, abierta y plural Nación política, la Nación española, sujeto constituyente supremo, pero que convive fértilmente con sus nacionalidades culturales y dotadas de autonomía de gobierno. El segundo, la radical exclusión, en un government of freedom, de la coacción, y de su explicitación más perversa: la violencia terrorista. El tercero, que no es posible entretejer una Nación y un Estado sin ciudadanos libres de toda persecución o chantaje. No hay patria libre, sin ciudadanos libres. No hay espacios opacos en la tutela de las libertades fundamentales, ni permisividad alguna frente a la violencia. Y, el cuarto, la superioridad moral de una forma de gobierno que se arma sobre la defensa de la libertad, el compromiso político y la consecución del progreso y la felicidad del hombre.
Aceptadas tales premisas, podemos comprender la fascinación por la fuerza de lo menor, el correlativo sentimiento territorial de identidad, los anclajes y puntos de referencia singulares y el alma más personalizada. La apuesta por estructuras políticas cada vez más permeables y flexibles, la reducción de las distancias y la búsqueda de fronteras más mitigadas, así como la relativización del centro y de la periferia y la suavización de los conceptos de extenso y pequeño. La España constitucional es de espaldas anchas y de espíritu grande y paciente, convencida de lo elevado de su empeño. La España de este tercer milenio estará entonces, cuando encalle el desgraciado Plan Ibarretxe, a la altura de las circunstancias: sabrá reconstruir las vías de comunicación y diálogo devastados, pondrá término al orillamiento de la mitad de un pueblo y abrazará definitivamente la causa constitucional. García de Cortázar lo ha explicado recientemente en una obra publicada por la Universidad Rey Juan Carlos, Impresiones sobre la Constitución de 1978: «La palabra España forma parte de la estructura emocional y reposa sobre un sentimiento nacido de los principios de orden liberal y democrático».
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