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El legado Castiella

LA Real Academia de Ciencias Morales y Políticas honra a uno de sus miembros ya

LA Real Academia de Ciencias Morales y Políticas honra a uno de sus miembros ya desaparecido, Fernando María de Castiella, con la publicación de un libro en el que se recogen estudios sobre su obra escritos por miembros de la institución e historiadores profesionales. La coincidencia de la presentación del libro con el intenso debate político sobre el estado en el que se encuentra nuestra diplomacia hace aún más aconsejable rememorar la figura de quien más ha influido en la formulación de nuestra política exterior desde la Guerra Civil.

Castiella no era un político, aunque en política estuvo muchos años. Su vocación fue la diplomacia y a ella dedicó casi toda su vida. Primero como estudioso. Tras una cuidada formación en España y Francia obtuvo una cátedra de Derecho Internacional, desde la que colaboró en el esfuerzo conjunto de formar a las siguientes generaciones para actuar en un mundo que se hacía más global. Después, como diplomático, primero al frente de la embajada de España en Perú y a continuación en la siempre delicadísima representación ante la Santa Sede. Por fin llegaría el puesto que anhelaba y para el que se había preparado durante años, el cargo de ministro de Asuntos Exteriores.

Hay un antes y un después de Castiella, particularmente en la formación de los diplomáticos de carrera. Su prestigio e influencia no se fundamentaron en su capacidad política. Carecía de sentido de la oportunidad y le sobraba coherencia. Un hombre de acción como el conde de Jordana, con más autoridad política, posiblemente fue más decisivo al frente del Palacio de Santa Cruz. Lo característico de Castiella es que sintió la necesidad de dotar a España de una doctrina de acción exterior y puso todo su empeño en desarrollarla. Su predecesor, Alberto Martín Artajo, había llegado al cargo por méritos singulares: no era Lequerica, personaje demasiado vinculado al Eje como para seguir al frente del Ministerio tras la caída de Berlín, y era conocido en los medios demócratacristianos europeos por su papel en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. La política exterior no le interesaba, lo suyo eran las políticas sociales, pero a Franco sí le interesaba tenerle a él como imagen internacional del Régimen. Martín Artajo fue un gestor aplicado que, siguiendo al milímetro las instrucciones de Franco, adaptó nuestra diplomacia a un entorno nuevo. Ajustó el discurso, pero nada más. Un nuevo período de la historia de Europa comenzaba mientras la España de Franco continuaba careciendo de una estrategia nacional que fuera más allá de la pervivencia del Régimen.

Con Castiella quedaron definitivamente enterrados los ensueños fascistas del primer franquismo. Hombre de talante conservador, marcado, como toda su generación, por la crisis del liberalismo parlamentario, el desastre de la II República, el auge de los totalitarismos y la Guerra Civil, evolucionó poco a poco hacia posiciones reformistas. Su apuesta por la plena incorporación de España al proceso de integración europeo fue clara, así como el mantenimiento de un vínculo trasatlántico que dotara, tanto a España como al conjunto de Europa, de una garantía de seguridad frente a la amenaza del comunismo soviético. Esta doble apuesta tendría consecuencias inmediatas. La opción proeuropea era contradictoria con el panarabismo característico de los años Artajo. De hecho, aquella política era contradictoria en sí misma. ¿Cómo una potencia colonial en tierra árabe podía defender la causa nacional árabe? ¿Cómo entenderse con los independentistas marroquíes o argelinos? ¿Qué sentido tenía enviar armas a las milicias argelinas?, armas que acabarían siendo utilizadas para matar a soldados españoles en Ifni. Franco necesitaba votos en Naciones Unidas y aquellos votos tenían un precio que pasaba por la incoherencia diplomática. Con Castiella, España se acercó a las posiciones europeas y moderó sus anteriores excesos. En América Latina, el nuevo ministro acabó de enterrar el ensueño fascista de un bloque hispano-antinorteamericano y antidemocrático. No sólo era inviable, es que atentaba contra nuestros intereses.

Pero la defensa inmediata de aquellos intereses nacionales llevó a Castiella a revisar sus posturas. La reivindicación de Gibraltar le condujo a un enfrentamiento con el Reino Unido tan estéril como inviable. España carecía de la fuerza suficiente para mantener un pulso diplomático con la única potencia europea vencedora de las dos guerra mundiales y aliada por excelencia de Estados Unidos. Franco lo explotó en política nacional, pero al final comprendió que se había llegado a un callejón sin salida.

Los convenios con Estados Unidos eran un fiel reflejo de la desigualdad de las partes. El propio Artajo y el conjunto de los diplomáticos españoles exigieron una revisión de su contenido que beneficiara más a España. Sin embargo, llegado el momento de la renovación, Washington empobreció su oferta. Para un nacionalista como Castiella aquello era inaceptable y propuso una posición de firmeza, posición que fue ignorada por Franco y Carrero, siempre dispuestos a ignorar los intereses nacionales en beneficio de la supervivencia del Régimen.

Como consecuencia de aquellas frustraciones, Castiella comenzó a considerar una política menos atlantista y más neutralista, lo que en parte suponía una vuelta voluntaria a las posiciones antes forzadas por el aislamiento. Un giro que de nuevo chocaba con la visión de Franco y Carrero. Por último, la descolonización de Guinea y del Sahara llevaron a un duro enfrentamiento entre el ministro y Carrero que se resolvería con su cese. Para un hombre con un fuerte sentido del deber y del servicio a la Nación, aquellos años vividos en el Palacio de Santa Cruz debieron ser difíciles y, a menudo, muy ingratos.

Aquel periplo intelectual por el análisis de los intereses de España y las mejores opciones estratégicas para defenderlos ha estado presente hasta la llegada de Rodríguez Zapatero al Palacio de la Moncloa. De su etapa atlantista nace la política llevada a cabo por Oreja Aguirre, Pérez Llorca, Fernández Ordóñez, Matutes, Piqué y Palacio, ajustada siempre a las características de cada momento. De su período neutralista parten las iniciativas diplomáticas de Adolfo Suárez, tan a menudo contrario al atlantismo de Marcelino Oreja, y la estrategia esbozada en los años de oposición por los responsables del Partido Socialista y ejecutada por Fernando Morán en su breve etapa como ministro. Dos corrientes distintas que tienen un origen histórico e intelectual común, aunque no exclusivo.

Castiella representa la madurez de la política exterior española, con sus contradicciones e inevitables tensiones. Durante décadas, en la dictadura o en la democracia, nos hemos movido dentro de los escenarios que él esbozó y a través de diplomáticos que, en gran medida, se formaron con él o en su legado. El nombre de Castiella está intrínsecamente unido a la acción exterior de España tras la II GuerraMundial, una España que vuelve a sentir la atracción europea y que se enfrenta al reto de la modernización.

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