El ángulo oscuro
Dios Armando Maradona
Hoy nadie recuerda las escaramuzas de las Malvinas
En el verano de 1986 leí por primera vez «Crimen y castigo» y me enamoré de una camarera llamada Ernestina, que trabajaba en el hotel costero donde pasaba las vacaciones con mis padres. Ernestina tenía una belleza apremiante que los turistas ingleses miraban con ojos ... blandulones y viscosos, ojos de degenerados que me hubiese gustado pinchar con un alfiler y extraer limpiamente de sus órbitas, como si fuesen bígaros. Los ingleses, con sus caras de cangrejo recocido, andaban aquel verano muy creciditos, porque acababan de vapulear militarmente a Argentina en las Malvinas; y querían rematar la humillación con una paliza en el partido de cuartos de final del Mundial de Fútbol, que calentaban desde días atrás, atronando el hotel con sus cánticos beodos y regándolo con sus vómitos hediondos que luego Ernestina tenía que limpiar, entre vahídos. Y encima tenía que aguantarles las baboserías, cuando bajaban en manada o jauría al bar del hotel y se apostaban ante el televisor, para animar a su selección birriosa y abuchear a la argentina.
Pero aquella patulea iba a recibir el castigo que merecía. Hoy nadie recuerda las escaramuzas bélicas de las Malvinas, o sólo las recuerda como un episodio más de aburrida pólvora; en cambio, aquel partido de fútbol, que fue su revancha incruenta, persevera en nuestra memoria como el primer amor adolescente o la lectura inaugural de Dostoievsky. Cuando el partido ya estaba avanzado, Dios se cansó de escuchar los improperios de aquella chusma que, cada vez que Maradona tocaba el balón, prorrumpía en improperios y barboteos bestiales. Dios dejó por un instante de regir la mecánica celeste con escrupulosa imparcialidad y se aposentó en el cuerpo cetrino y achaparrado de Maradona. Dios, bajo la especie de Maradona, cogió el balón en campo argentino, se lo pegó al empeine como si fuese una bola imantada y trotó hacia la portería adversa, esquivando con risueña facilidad las tarascadas que le lanzaban los ingleses, uno, dos, tres, cuatro, cinco, hasta seis. El tiempo dimitió de su labor corruptora mientras Dios ejecutaba ante el atónito mundo un juego malabar de piernas que contenía, como el aleph borgiano, el inconcebible universo. Y entonces, cuando Dios bajo la especie de Maradona regateaba a los dos últimos adversarios (sus cuerpos derrengados sobre el césped, como despojos de una batalla), Ernestina se me acercó por la espalda y me susurró unas palabras al oído que jamás había escuchado antes y que me nublaron la vista, como si un bosque de sangre me hubiese trepado a los ojos.
Mientras Dios marcaba el gol del siglo y la patulea inglesa se entregaba consternada al lloriqueo, Ernestina me sonreía, fragante como un pan recién sacado del horno; y yo acudí, temerario, a la llamada indescifrable de sus dientes. No hay placer comparable al de besar a una mujer hermosa ante una patulea de ingleses moralmente destrozados. Gracias por aquel momento de irrepetible dicha, Dios Armando Maradona.
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