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Un amigo de Dios

Sayés tenía hambre perpetua y siempre insaciada de Dios, al que nunca dejó de rezar, de rondar, de inquirir y asediar amorosamente

Juan Manuel de Prada

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Para hacer aún más aflictivos estos tiempos sombríos, se me mueren a chorros los amigos. El último ha sido el teólogo José Antonio Sayés, a quien tanto traté durante los años en que dirigí el programa televisivo de debate cultural ‘Lágrimas en la lluvia’.

Sayés ... no tenía teléfono móvil, ni tampoco ordenador al que remitirle un correo electrónico; y, como era culo de mal asiento, era muy difícil pillarlo en Burgos, donde daba clases de Teología. Recuerdo que, cuando al fin logré dar con él, andaba perdido por Roncesvalles, allá donde Roldán hizo sonar su cuerno. Su voz al teléfono sonaba intemperante y agreste, como la de un ermitaño cascarrabias. Pero luego descubriría que, bajo su fachada de navarro áspero, se escondía una humanidad vigorosa y tierna, cándida y coñona, siempre deseosa de brindarse. Sayés se había doctorado en la Gregoriana; y de aquella juventud romana le quedaba una querencia invencible, que lo obligaba a pasar todos los años una temporada en vía Giulia151, dedicado al estudio y rememorando los tiempos en que fue llamado por Doctrina de la Fe para colaborar en la redacción del Catecismo de la Iglesia. El tiempo que le dejaban libre las pesquisas teológicas, Sayés lo dedicaba, como un Pablo o un Bernabé cualquiera, a propagar el Evangelio, a veces en los arrabales del atlas, a veces en los pueblos más recónditos de España, allá donde dos o tres se reunían en nombre de Cristo. A Sayés le gustaba muy especialmente juntarse con jóvenes, a los que llevaba a la montaña, para ayudarles a avizorar desde las cumbres la vocación religiosa.

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