La fe de Hobsbawm
Un ejemplo de libro delerror de calarse orejeras ideológicas infalibles

Eric J. Hobsbawm se murió en Londres en 2012, con 95 años y aclamado como uno de los grandes historiadores del siglo XX. Hijo de judíos londinenses, tuvo una infancia errante por Alejandría, Viena y Berlín, donde de adolescente fue testigo del ascenso del nazismo. ... Huérfano temprano, en 1933 retornó a Inglaterra y con su prodigiosa cabeza acabó graduándose con honores en Cambridge. Como historiador poseía el don de una prosa límpida y muy clara, de esas que hacen sencillo lo complejo, don que adorna al intelectual de valía (desconfíen siempre de esos supuestos genios a los que no se les entiende ni jota). Además era un auténtico erudito y poseía una mirada ancha y perspicaz, capaz de relacionar hechos de manera clarividente. Como persona resultaba curioso. Comunista de fe inquebrantable y conservador en hábitos y gustos. Un forofo de la revolución condecorado por la Reina, que abominaba de la música pop y escribía en la prensa críticas de jazz rubricadas con seudónimo. Feo como un dolor, le iban los lances galantes y estuvo casado dos veces.
Se acaba de publicar una nueva biografía del maestro, que refresca un conocido episodio televisivo. En 1994, cuando tenía 77 años, fue entrevistado en la BBC por el historiador canadiense y futuro político Michael Ignatieff, que le planteó el siguiente dilema: «Si en 1934 usted hubiese sabido que millones de personas estaban muriendo en el experimento soviético, ¿le habría marcado una diferencia a la hora de hacerse comunista?». La respuesta de Hobsbawm dejó helado al plató: «Probablemente no». Y lo argumentó: «Los sufrimientos fueron excesivos, pero la oportunidad de que hubiese nacido un mundo nuevo sigue valiendo la pena». Ignatieff repreguntó a bocajarro: «¿Si ese mañana radiante hubiese costado la muerte de 15 ó 20 millones de personas habría sido algo justificado?». Hobsbawm respondió con un monosílabo terrible: «Sí».
El historiador fue miembro del Partido Comunista mientras duraron él y el partido. Entendía la lealtad como el imperativo supremo: «El Partido es el primer reclamo en nuestras vidas, tal vez el único. Sus demandas tienen prioridad absoluta y las aceptamos con disciplina y jerarquía. Si te ordenan dejar a tu esposa o a tu amante, lo haces». Esas orejeras marxistas arruinan la obra de Hobsbawm, soberbia solo mientras no se roza su talón de Aquiles. Tony Judt, otro gran historiador judío británico, este de conciencia equilibrada, creía que su colega «se aferraba a una ilusión perversa de la Ilustración tardía, la de que el coste humano vale la pena si el resultado final es bueno».
El mundo no es en blanco y negro. Existe una escala de grises y no se ha inventado -ni se inventará- una ideología sin mácula y que todo lo solucione. Así que mucho tiento con los nuevos partidos milagro -sean de izquierda, derecha o mediopensionistas- y con los líderes providenciales. Aunque parezcan virtudes soporíferas, la moderación, la duda y atenerse a los hechos son las únicas vacunas contra el actual virus de la política-emoción, lo que Niall Ferguson denomina con gracejo irónico la «emojidemocracia».
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