El hilo del azar
QUÉ delicado, qué tenue, qué frágil fue el hilo de la casualidad aquella noche convulsa de febrero, cuando los demonios familiares del fracaso español habían roto otra vez la jaula de su encierro histórico. Varias veces la suerte de la democracia bailó sobre el tapete de la conspiración como una moneda de canto, y si cayó de cara fue por una providencial mezcla de albures, intuiciones y reflejos aliados con el temple moral de unas figuras capaces de agigantarse a sí mismas ante las sombras convulsas de nuestros peores fantasmas. Sabino Fernández-Campo fue sin duda una de ellas, y su memoria quedará siempre vinculada a las horas de zozobra en el que el Rey se enfrentó a un golpe de Estado sin más equipaje que un teléfono y la determinación de que la Historia de España no volviese a girar sobre sus más tristes pasos.
Preguntarse cómo habrían sido las cosas sin esa concatenación de eventualidades es hoy apenas un sugestivo ejercicio de historia-ficción, un pasatiempo intelectual inofensivo desde la cómoda certidumbre del final feliz, pero en aquel gélido anochecer el azar estuvo varias horas bailando un escalofriante rigodón con la tragedia. Y se produjo un primer momento de inflexión -el segundo fue cuando, de madrugada, Tejero rechazó enloquecido la propuesta de un gobierno de concentración que hubiese dado carta de naturaleza al pronunciamiento- en que un simple sobrentendido habría puesto en marcha a los blindados de la Acorazada Brunete. Es el instante en que el general Juste pregunta a Sabino si Alfonso Armada se encuentra en la Zarzuela. Para el jefe de la Brunete se trata de la prueba que necesita para lanzarse al vacío de la sedición. Para Fernández-Campo es el chispazo que ilumina la confusión de una trama cuya complejidad desconoce. El secretario del Rey intuye de pronto que Armada es el eslabón perdido del golpe y que su presencia en palacio es la señal que puede avalar la sublevación. Entonces zanja la cuestión con la frase que siembra la duda en Juste, pone la rebelión en punto muerto y a él lo envía directamente a la Historia: «Ni está ni se le espera».
De inmediato, la carambola culmina con otro guiño crucial; Fernández-Campo acude a informar al Rey de su conversación y encuentra al monarca hablando por teléfono con Armada. Una mirada, un gesto, acaso unas palabras y Don Juan Carlos cierra al general golpista la esperanza de llegar a palacio. Ahora se puede contemplar como un apasionante intersticio histórico, pero el tiempo y el lugar acotan la grandeza de unas coordenadas de proporciones casi shakespereanas: el Rey y su secretario, solos ante una emergencia nacional, se enfrentan a la incógnita tenebrosa de una traición y la resuelven mediante un afortunado rapto de lucidez instintiva. Hoy es el día triste en que Sabino ya no está, pero se le espera en la posteridad que contribuyó a limpiar de sombras.
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