La herida de Suresnes
OTRA zancadilla a Redondo. Hasta el momento se trataba de presentarlo como un bienintencionado ingenuo equivocado en la táctica; ahora pasa directamente a la antesala de la traición, poniéndole a Zapatero los cuernos con Aznar. De celestinos, Enrique Múgica y Nicolás Redondo padre, al que se empieza a señalar sin tapujos como muñidor de un títere filial para romper la unidad del partido como hace catorce años rompió la famosa correa de transmisión entre la UGT y el PSOE. Fuera máscaras. La artillería tardofelipista empieza a aumentar el calibre de la munición para desacreditar a Redondo Terreros y disuadirlo de su intención de seguir liderando al socialismo vasco.
El trío de visitantes a La Moncloa representa una vieja obsesión felipista que hay que interpretar con la clave de la disidencia interna, de un antiguo rencor encastrado en los pliegues de la historia moderna del socialismo español, de una veterana ausencia de empatías personales que arranca del mismísimo Suresnes y se prolonga por los meandros de la larga estancia en el poder. Ni Redondo Urbieta ni Múgica Herzog acabaron nunca de aceptar el liderazgo carismático de Felipe, ni éste jamó jamás a los vascos que trataron de oponer el fracasado pacto del Nervión a un pacto del Betis que a la postre determinó triunfalmente la suerte del partido.
Hay testigos que cuentan en voz baja cómo supuraba la rabia acumulada de Enrique Múgica el día dramático del entierro de su hermano Fernando, cuando ni siquiera la tragedia fue capaz de acercar sentimentalmente a González y al que fuera su ministro de Justicia, que guarda de aquel tiempo de colaboración una cumplida memoria de desprecios y humillaciones. No debió de ser muy distinta la indignación de Redondo Urbieta la mañana baracaldesa del pasado mayo en que Felipe rompió, con meditada frialdad, la estrategia electoral de Terreros con su célebre apelación -«no te equivoques, Nicolás»- a «mis amigos nacionalistas».
Allí, en la misma margen obrera del Nervión donde surgió el lejano intento de asaltar la hegemonía de un PSOE en reconstrucción tras el exilio franquista, el expresidente saboreó con gélida determinación una venganza acumulada desde los años de la ruptura sindical y la huelga del 88. Una venganza judaica que se transmitía del padre al hijo como depositario de la culpa histórica, llevándose por delante la esperanza colectiva de muchos hombres y mujeres que soñaban con un salto cualitativo en la política vasca.
Nadie en el PSOE ocultó la profunda decepción que supuso la aceptación por Múgica de la propuesta de Aznar para ocupar el cargo de Defensor del Pueblo. Todos callaron y asintieron apretando la mandíbula, pero el episodio quedó apuntado en el saldo de las viejas cuentas pendientes. Esas cuentas, que pertenecen al ámbito insondable de lo sentimental, se ajustan a fuerza de golpes sombríos, puñaladas sordas y viscerales que escapan al territorio de la estrategia, la conveniencia y hasta la razón, porque provienen de un tiempo liminal en el que quedaron grabadas a fuego las huellas de un implacable desencuentro a prueba de años, voluntades, reconciliaciones y memoria.
Pero Zapatero no estuvo en Suresnes. Por aquellas fechas debía de estar estudiando el Bachillerato. Por eso no puede ser rehén de este enconado vértigo de enemistades que se proyecta sobre él como la sombra de Elsinore. Y nunca será del todo dueño de sus propios designios mientras no sepa romper con los fantasmas y provocar un big-bang que pulverice el pasado.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete