Cambio de guardia
Evocando a Fitzgerald
Uno no puede leer, en días como éstos, a Francis Scott Fitzgerald sin saberlo un huérfano hermano
![Gabriel Albiac: Evocando a Fitzgerald](https://s1.abcstatics.com/media/opinion/2020/11/12/albiac-U40919353163BEI--1200x630@abc.png)
Puede que Francis Scott Fitzgerald haya sido el narrador más elegante del siglo veinte. Y que, de no haberse roto, hubiera sido, sin más, el más grande de sus prosistas. Pero se rompió. Él lo narra en un desolado texto de 1936, «El crack-up», ... que podría traducirse como «la resquebrajadura» y que es el acta notarial de una bancarrota anímica, cuando alcohol, locura y muerte han puesto ya cerco blindado a su talento. Encerrado en un hotel barato, alimentándose de latas, con unos céntimos en el bolsillo, el que fue el mejor pagado de los escritores hace sosegada arqueología de su derrumbe. Había escrito cómo un día, atravesando Nueva York en taxi, lo aplastó la «exquisita tristeza» de saber que nunca volvería a ser tan feliz. Sabe ahora que ha girado la esquina. Y que ya vienen sólo tiempos oscuros.
El arranque de «El crack-up» es un manifiesto de gran estilo: lo más trágico exige la voz más sobria. «Claro, toda vida es un proceso de demolición». Quejarse de eso es idiota. Queda al escritor contarlo. Como es debido: con la distancia de lo inexorable, porque «los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea..., los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato».
«Regreso a Babilonia» -quizá su obra maestra- había retratado, cinco años antes, uno de esos golpes: el protagonista cree haber sobrevivido, el que lo escribe cree haber hecho de la negrura belleza. Y al Charlie que pasea su fracaso entre las mesas del Ritz parisino, donde resplandeció la dorada juventud estadounidense de antes del 29, le queda, en su última línea, la loca fantasía de poder hacer girar atrás el tiempo: «Algún día volvería; no podían condenarlo a estar pagando sus deudas eternamente». Pero, en 1936, el tiempo ha horadado ya todas las galerías: es hora del desplome. Y Fitzgerald descubre lo que no tiene cura: que «hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre sano».
El crash de 1929 destruyó a la generación de Fitzgerald, quizá la mejor generación del siglo XX; en literatura, sin duda alguna. Releo ahora a aquel narrador exquisito, devorado por el éxito, el alcohol y la locura de la mujer a la que amó y perdió. Uno no puede leer, en días como éstos, a Francis Scott Fitzgerald sin saberlo un huérfano hermano. De todos nosotros. Y uno se atreve a musitar, en el silencio de la habitación confinada, la última reflexión del más trágico de sus personajes. Y el más intenso. El arquitecto que, en 1939, entra al edificio que él construyó en 1928. Ha pasado por delante muchas veces, pero no lo ha visto nunca, dice. «Empecé a emborracharme en ese año».
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