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Dibujantes

EN la que se conoce como Edad de Plata de la cultura española, entre el novecientos y la guerra civil, el País Vasco produjo una pléyade de excelentes ilustradores y grafistas como José de Arrúe, Félix Arteta Errasti o los hermanos John e Ignacia Zabalo Ballarín (Txiki y Nor-Nai), a los que habría que añadir el francés Jean-Paul Tillac, de Angulema, pero residente a perpetuidad en Cambó-les-Bains, y, de forma ocasional y honoraria, su compatriota Maurice Languereau, Pinchon, inmortal autor de Bécassine, la dulce heroína paleta de la bande dessinée. Me crié entre sus imágenes y las del más olvidado de todos ellos, mi paisano José Luis Goicoechea Querejeta, Goiko (1896-1947). Fue éste un depurado producto de la educación jesuítica bilbaína, abogado por Deusto y miembro estajanovista de los Luises, además de forzudo culturista y perpetuo aspirante a campeón de lucha grecorromana. En su primera juventud hizo muy buenas migas con otro deportista local, también alumno de los padres de la Compañía y jugador del Athlétic, el futuro lendakari José Antonio Aguirre. Estrenó Goiko la Segunda República como nacionalista vasco, pero, traumatizado por la quema de las iglesias, se pasó al carlismo y llegaría a ser el más conspicuo dibujante de las publicaciones nacional-católicas de la posguerra. Todas sus figuras, ya se tratase de requetés o pelayos, tipos bíblicos o el Sagrado Corazón, las empezaba a dibujar por los pies. Ésta era una de las patentes de Goiko; la otra, su método de gimnasia diaria, que consistía en hacer flexiones en el suelo, levantando con la cerviz su cama de matrimonio mientras rezaba el rosario en voz alta.

La más famosa viñeta de Goiko durante la época republicana apareció en el semanario católico Adelante, de Bilbao, en el verano de 1931, y fue divulgada por periódicos y revistas de toda España. Representaba a un chicarrón del norte ante una ermita rural, esgrimiendo un garrote en la mano derecha y frenando en seco, con la otra, a una turba incendiaria provista de teas y latas de petróleo. El pie del dibujo rezaba Aquí, no, con sutil laconismo vascuence. Lo reproduce el antropólogo William Christiansen en la edición de su ensayo sobre las supuestas apariciones marianas de Ezquioga entre los años 1932 y 1934. A lo que iba: siempre creí que Goiko había plasmado en aquella escena un desiderátum, más que un hecho real, pero no. Casos semejantes abundaron en el medio campesino vasco y navarro. Dolores Baleztena, escritora y propagandista del carlismo, cuenta en una breve relación autobiográfica recogida en Requetés, de las trincheras al olvido, el de un labrador octogenario de El Pueyo, Francisco Echeverría, que, en 1932, se vistió su viejo uniforme de oficial de caballería del ejército carlista y, sable en mano, impidió que los funcionarios municipales retirasen el crucifijo de la escuela del pueblo.

Ni el veterano de El Pueyo ni otros defensores espontáneos de iglesias y crucifijos eran conspiradores profesionales contra la República. Les guiaba sólo el sentido común. Se empieza por esto, pensaban, y se terminará, como efectivamente se terminó, matando curas. Gramsci, comunista y ateo, mantenía bastante respeto por el sentido común: «Los elementos principales del sentido común los aportan las religiones, y por ello la relación entre el sentido común y la religión es mucho más íntima que la existente entre el sentido común y los sistemas filosóficos de los intelectuales». Para su desgracia y la de todos, la izquierda española nunca tuvo un Gramsci. Ni siquiera, por lo que se ve, un poco de sentido común.

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