Crisis de Perejil y el problema de Gibraltar
El conflicto de Perejil, reconducido hacia sus justos términos por la acertada actuación del Gobierno -que ha sabido medir los tiempos y la intensidad de la respuesta ante la provocación de Marruecos-, y el problema de Gibraltar, con la deriva populista que ha pretendido jugar en los últimos días el ministro principal, Peter Caruana, se han convertido en los dos grandes frentes de la política exterior del Ejecutivo. Parece obvio que la pretensión del Gobierno de Rabat era utilizar la estela de las negociaciones de España y Gran Bretaña sobre Gibraltar en beneficio propio, en un intento de crear falsos paralelismos. Marruecos erró en su estrategia, pues una situación como la del islote de Perejil, que antes del 11 de julio era de hecho, se ha convertido, tras la mediación del secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, en una situación prácticamente de derecho. Rabat, tal vez con una idea antigua de España y su papel en la escena internacional, se excedió en la presión y no calibró convenientemente la reacción del Ejecutivo de José María Aznar, que ha mostrado una actitud generosa en la resolución de la crisis con la visita a la nación alauí de la ministra de Exteriores, Ana Palacio, que en su primera prueba de fuego como jefa de la diplomacia española ha mostrado, desde la firmeza en la defensa de los intereses nacionales, un talante proclive al entendimiento y el diálogo.
En relación con el conflicto de Gibraltar, la decisión unilateral de Caruana de convocar una consulta unilateral entre la población de la colonia sobre la aceptación o no de un acuerdo entre España y el Reino Unido ante el futuro estatuto de la Roca ha de ser un aldabonazo en las conciencias de la opinión pública británica. Queda claro que hay una administración colonial que está boicoteando la política exterior del legítimo Gobierno británico -algo inimaginable hace una década- y que lo hace sin que el compromiso hispano-británico al que se oponen sea conocido.
Corresponde ahora a Tony Blair y su Gobierno decidir como responden a esa insubordinación. Si decidiesen optar por una política de brazos cruzados, debería quedar claro a todos los británicos que están defendiendo los (cuestionables) intereses de una población que sólo quiere ser británica en la medida en que no quiere saber nada de un país socio y aliado: España. Hasta cuándo primará el interés de 30.000 llanitos sobre la política de Estado del Gobierno británico es algo que sólo Londres puede decidir.
Con la decisión del Reino Unido de reabrir las negociaciones con España se puso en marcha un tren en el que se ofreció a Caruana estar presente bajo la fórmula de «tres asientos, dos banderas». Eso no implicaba que la administración gibraltareña aceptase el acuerdo que de allí saliera, pero cuando menos reconocería la competencia de los otros dos interlocutores. Optaron por mantenerse al margen y ahora quieren oponerse a un futuro acuerdo anunciando la convocatoria de un referendo sobre algo desconocido. Parece claro que a Caruana le daría igual lo acordado, porque su actitud es la de que España no tiene ningún derecho a decidir sobre el futuro de los gibraltareños. El problema del ministro principal de la colonia es que no se da cuenta de que con su enfrentamiento con Londres agiganta su soledad, incrementa las posibilidades de sufrir una administración colonial a la vieja usanza y que por ese camino la única salida del túnel en el que se están metiendo es que Londres se deshaga unilateralmente del problema y aplique la letra del Tratado de Utrech: «Si ustedes no quieren entenderse con nosotros, adiós y entiéndanse con los españoles». El acuerdo entre Londres y Madrid sigue siendo difícil, pero es inaceptable que dos Estados soberanos se vean maniatados por una colonia.
Las torpes maneras exhibidas por el Gobierno de Rabat y las autoridades de Gibraltar ponen de manifiesto una anacrónica manera de desenvolverse en un panorama internacional donde el chantaje y la presión son entendidas como instrumentos impropios de naciones desarrolladas. En este sentido, España ha demostrado temple y madurez en su respuesta a la provocación marroquí, una serenidad y mesura que ha caracterizado también su comportamiento, en las últimas semanas, en las negociaciones sobre Gibraltar. Después de ciertas precipitaciones y aventurados juicios sobre el rumbo de las conversaciones, el Gobierno español ha sabido reconducir la situación. Además, ha logrado desmantelar la estrategia de Rabat, que pretendía pescar en río revuelto y presionar al Gobierno español en vísperas de que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas adoptara una postura sobre el Sahara.
España ha sabido afianzar su posición en el panorama internacional y ha demostrado que es capaz de manejarse con acierto ante situaciones de crisis como la provocada por Marruecos. Encauzado el conflicto del islote Perejil, queda ahora abordar, haciendo compatibles firmeza y pragmatismo, el problema de Gibraltar. Será complicado, pero estamos ante una oportunidad histórica.
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