El corredor
«No me arrepiento», dijo, y se alejó trotando conelegancia indiferente

No es de extrañar que los artistas plutócratas dispongan de casa en Holland Park, en el Oeste más exquisito de Londres, no lejos del Palacio de Kensington (la clase media nos conformamos con acudir en verano a alguna de las óperas portátiles que se celebran ... en el parque, en cuyo descanso te permiten desertar de la butaca y sentarte en el césped a darle al pícnic y el bebercio antes de retomar el bel canto). El parque de Holland Park es para quien suscribe el más bonito de la capital inglesa. Lo combina todo: una gran pradera de entrada donde los chavales se desfogan al fútbol, que te embarga de secretas añoranza de tus días de balón y ligereza; los parterres florales y el inesperado jardín zen japonés, con sus caprichos acuáticos; y por último, la fronda de cierre, con un desaliño boscoso que en realidad encubre un trabajo de alta academia de jardinería. Alrededor de ese oasis urbano tienen prohibitivas mansiones los fatigosos Beckham, Elton John o el pájaro loco de los Stones, Ron Wood (con quien me crucé en una radiante mañana dominical de primavera, muy modoso él paseando junto a sus suegros, que parecían sus hijos, y una rubia, que parecía su nieta, pero era su novia). También viven allá Jimmy Page y su vecino Robbie Williams, que le hace la puñeta con música a toda pastilla, en venganza porque el viejo guitarrista de Led Zeppelin no le deja horadar una piscina.
Por Holland Park habita alguien más. Un hombre de 52 años de ocupaciones escasas, que lleva un par de años intentado escribir unas memorias por las que percibió un adelanto de 800.000 libras, pero que se le atascan. También se ha introducido en el circuito de conferencias del Washington Speakers Bureau, aunque con menos bolos de los previstos, pues su prestigio se ha mellado. Su agenda la completa con cargos honoríficos en organizaciones filantrópicas. Cuentan que está un tanto desanimado. La vida después del poder no ha resultado tan amena como preveía. Le resulta confuso llamar a algún amigote entre semana para un tenis y un lunch y que el interfecto le responda con un: «Sorry, David, pero es que yo tengo que trabajar».
Por las mañanas, el hombre sale a correr por las calles casi vacías del barrio, con su chándal azul marino, su pantalón corto del mismo color y un coche de seguridad tras sus talones. Ayer le esperaba ante su casa un equipo de la BBC, que le plantó un micro y le pidió opinión sobre el jaleo irresoluble del Brexit. El hombre lucía un aspecto excelente, bronceado tras una semana-resort en Costa Rica y con fino corte de pelo. Educado siempre, como procede en un vástago de Eton-Oxford, se detuvo y dio su opinión: «No me arrepiento de haber convocado el referéndum, era una promesa que estaba en el programa del partido».
David Cameron fue un ludópata de las urnas, enganchado a jugar a la ruleta rusa con su país. En Escocia le salió bien. En Europa se despeñó. Para intentar solucionar el cisma interno de su partido y parar la crecida del partido eurófobo Ukip, metió a Gran Bretaña en un laberinto del que realmente nadie sabe cómo salir.
Cameron se alejó al trote. Con buen estilo y sin mirar atrás. La historia no será generosa.
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