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El clásico

EL fútbol es lo más importante... de las cosas que no son importantes. La frase se la oí una vez a Jorge Valdano, aunque ignoro si es suya o la birló a su vez con ese fino oído que tiene, tan argentino, para las citas precisas en los momentos exactos. Lo cierto es que es así. El fútbol no nos soluciona la vida, ni nos arregla el país, ni nos protege de la crisis, ni nos mejora la salud; el fútbol es menos importante que la política, que la economía, que la ciencia, que la filosofía o que la técnica. Y sin embargo nos hace felices porque tiene la intensidad de las grandes pasiones, y como dice un personaje de una película de Juan José Campanella -otro argentino brillante y talentoso-, se puede cambiar de nación, de pareja, de trabajo y hasta de dios, pero no se puede cambiar de pasión.

Por eso el partido de hoy, el clásico -vaya, otro argentinismo; es imposible hablar de fútbol sin argentinizarse un poco, y más estando de por medio Messi-, el choque entre Real Madrid y Barcelona no va a transformar nada ni a resultar socialmente decisivo, y hasta puede que ni siquiera resuelva la Liga, pero durante un par de horas va a ser el eje transversal de la vida de un país atribulado. Lo verán el juez Garzón y el juez Varela, Zapatero y Rajoy, Aguirre y Gallardón (por una vez ambos de parte del mismo equipo), y hasta puede que en la cárcel se lo dejen mirar a los corruptos de la trama Gürtel. Y lo verán millones de personas en España y en el mundo entero: será el verdadero acontecimiento planetario del semestre -a Leire Pajín la he visto alguna vez en el palco del Bernabéu- y tiene en efecto la expectativa de una colisión de galaxias aunque en él no se dirima otra cosa que la hegemonía provisional de un cosmos vertiginoso en el que las estrellas sólo brillan el minuto-luz que dura la euforia de sus goles.

Esta noche, entre las diez y las doce, el partido será sólo de los jugadores pero antes y después es la metáfora de un choque cultural, corporativo, empresarial y hasta político; incluso, desde la perspectiva catalana, identitario. La paradoja del momento consiste en que la escuadra más sólida representa a un club convulso cuyo presidente vive instalado en un ensueño político, mientras el rival es una institución estable que no puede transmitir estabilidad a su equipo. Laporta delira con un futuro de prócer público en tanto Guardiola blinda y agranda una leyenda deportiva, y Florentino es capaz de lograr que el Gobierno legisle a favor de sus intereses industriales pero todo su esfuerzo invasivo no tiene el poder de enderezar la puntería de Higuaín o de Cristiano. Los códigos secretos del fútbol son impermeables, herméticos, estancos a toda su gigantesca potencia de agitación social. No tienen lógica, son aleatorios, aventurados e imprevisibles. Pero nos atrapan, nos seducen y nos devoran; puede que ni siquiera racionalmente nos importen, pero no hay forma de eludir la devastadora pasión sentimental con que pueden llegar a cautivarnos.

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