Bibliotecas
No es ninguna blasfemia considerar el libro un objeto decorativo
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Una vez estuve en un cumpleaños al que un invitado acudiĂł con un libro de regalo. El agasajado, que además acababa de mudarse y tenĂa inquietudes relacionadas con la decoraciĂłn, mostrĂł un vivo entusiasmo cuando tuvo el libro entre las manos y asegurĂł que precisamente eso era lo que necesitaba. Tanto parecĂa gustarle que mirĂ© por encima de su hombro para tratar de averiguar quĂ© tĂtulo era Ă©se que contenĂa semejantes promesas de placer lector. Era un «best-seller» de laboratorio, ordinario y sentimental, de los que circulaban esos dĂas, por lo que tampoco me pareciĂł que fuera para tanto. Hasta que comprendĂ de dĂłnde venĂa la alegrĂa: «Es el color perfecto. Me pega con los tonos pastel que quiero dar al salĂłn». Arrea.
No es ninguna blasfemia considerar el libro un objeto decorativo. Una biblioteca puede ser algo que se va formando durante toda una vida con las compras y los descubrimientos de un lector pero tambiĂ©n el resultado de la intervenciĂłn de un decorador de interiores. Lo digo porque el otro dĂa, en una consulta, hojeĂ© una revista de decoraciĂłn que incluĂa un «especial bibliotecas» donde se daban consejos para aprovechar todas las posibilidades que ofrece un libro sin llegar a abrirlo. SegĂşn ciertas encuestas, los usuarios del libro han ido renunciando poco a poco a la pantalla electrĂłnica para regresar al viejo hábito del papel. Es un viaje de vuelta que no se da en otros formatos, como el periĂłdico o la revista, y que los encuestadores atribuyen a un hecho que tiene lĂłgica: despuĂ©s de pasarse todo el horario laboral con los ojos pegados a la pantalla de un ordenador, lo que menos apetece a la gente, cuando se concede como premio un rato de lectura, es seguir fatigando la vista allĂ.
Creo que hay otro factor que debe ser tenido en cuenta. El inconveniente de los cachivaches electrĂłnicos que te permiten viajar a la playa con dos mil tĂtulos metidos en el bolsillo de la camisa es que no hacen visibles los libros que uno posee. E impiden, por tanto, presumir de ellos, mostrarlos. Ya sea con un afán decorativo, como en el especial de la revista donde incluso era recordada la cita de CicerĂłn sobre las casas carentes de alma cuando no tienen libros. Ya sea con una intenciĂłn pedante, de aplastar al visitante con todo el peso de la biblioteca, y por tanto del conocimiento, que uno atesora. He conocido millonarios para los cuales los libros de Ă©poca, las primeras ediciones antiguas colocadas estratĂ©gicamente para que ningĂşn invitado dejara de verlas, tenĂan un valor acumulativo, de declaraciĂłn de estatus, semejante al de un parque mĂłvil compuesto por deportivos. Ninguno de los dos propĂłsitos, ni el decorativo ni el pedante, requiere en realidad hacer el esfuerzo de leer los libros. Basta con coleccionarlos. Aunque en el segundo caso se recomienda hacerlo lo suficiente como para salir más o menos airoso de una conversaciĂłn ligera sobre lecturas en una reuniĂłn mundana, sobre todo ahora que en ellas es posible toparse hasta con Vargas Llosa.
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