PINCHO DE TORTILLA Y CAÑA
Misa de autor
Hay curas pesadísimos que cuando miran a sus feligreses y pronuncian ese fatídico «pueden sentarse», un escalofrío me recorre la espina dorsal
Pocas cosas me han aliviado más, durante la última semana, que la bronca del Papa a los curas coñazo. Yo ya venía rumiando un cabreo sordo contra ellos desde hace tiempo, pero no acababa de tener claro si lo hacía por frivolidad personal o por ... razones objetivas. Francisco ha llevado cierta tranquilidad a mi conciencia. Ha dicho que muchas homilías son un desastre y les ha pedido a los sacerdotes que no se alarguen más de ocho o diez minutos cuando tomen la palabra. Veremos si le hacen caso. Yo no soy demasiado optimista. Ya dijo algo parecido en una exhortación apostólica al comienzo de su pontificado y queda claro, diez años después, que su empeño ha servido para poco.
Hoy en día, ir a determinadas Iglesias sigue siendo tan arriesgado como ir a una conferencia de Federico Muelas, que tenía fama de ser un orador insoportable. El poeta Eladio Cabañero escribió de él: «En el portal de Belén / habla Federico Muelas. / Cuando termina de hablar, / las pastoras son abuelas». Hay curas pesadísimos de los que podrían escribirse cosas parecidas. Cuando, llegado el momento, miran a sus feligreses y pronuncian las palabras fatídicas «pueden sentarse», un escalofrío me recorre la espina dorsal. A veces me invade la tentación que quedarme de pié, como forma de protesta preventiva, pero acabo desistiendo para no dar la nota. A lo más que llego es a tardar unos segundos en reaccionar para ver si captan la indirecta. Pero nunca la captan. Al poco rato ya están braceando en medio de una espesura de ideas amontonadas, casi todas opinables, expuestas con buena intención pero con una sintaxis gramatical, y a veces con unos susurros impostados, que claman al cielo. Desesperado, les señalo la esfera de mi reloj. Pero tampoco funciona. No hay quien les calle.
Yo tengo algunos amigos sacerdotes y suelo decirles, cuando hablamos en confianza, que si después de cada misa le pidieran al público que resumiera la homilía que acaban de escuchar se llevarían un chasco. Retener la atención de alguien durante más de cinco minutos es una tarea hercúlea incluso para oradores avezados. El Papa les ha dicho que no se metan en jardines. «Una idea, un afecto y una imagen» basta y sobra para una buena faena. También les ha recordado que la cosa no va de dar una conferencia para convencer a las personas de las opiniones propias. Y confieso que esa idea me ha gustado especialmente porque empiezan a proliferar las misas de autor en las que el cura, en varios momentos de la liturgia, introduce morcillas de cosecha propia como si fueran sermones de contrabando. Supongo que a veces lo hacen para compartir su vida interior –que deja de serlo en cuanto la exteriorizan– y otras veces para combatir el tedio de la rutina. El resultado suele ser que la misa se convierte en un plúmbeo ejercicio de resistencia interna que en lugar de inspirar buenos sentimientos invita a desertar por aburrimiento. Pincho de tortilla y caña a que si siguen así no captarán mucha clientela.
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