la huella sonora
Ha llegado la niebla
Lo aísla todo, llena el ambiente de elegancia, convierte el aire castellano en un vapor mágico y la luz en la luz de esos cuentos que nos recuerdan quiénes somos y dónde estamos
Maniobras orquestales en la oscuridad
![Vista panorámica de Toledo envuelto en la niebla](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/noticias/2024/12/15/efespsixteen287246_20241215001420-R6cOHevz9MP2mQQrHPvAW6O-350x624@diario_abc.jpg)
Ha llegado la niebla a Castilla. Lo ha hecho sin preaviso, como siempre. Una noche te acuestas en otoño y cuando el día siguiente sales de casa te la encuentras cayendo pálida y silenciosa, tal y como la dejamos el último invierno. Y ... entonces cierro los ojos y me pongo a oler la niebla como un pointer, ante la cara absorta de mi hija, que me mira como las hijas guapas miran a los padres que olfatean la niebla, con esa mezcla de vergüenza ajena y preocupación por la vejez que le voy a dar.
Y le explico que la niebla lo aísla todo, llena el ambiente de elegancia, convierte el aire castellano en un vapor mágico y la luz en la luz de esos cuentos que nos recuerdan quiénes somos y dónde estamos. Aquí la niebla la guardamos en botecitos para que los recuerdos no sean tan nítidos, como una especie de 'sfumato' sentimental que disipa los márgenes. Cuando aparece, nos reconciliamos con nosotros mismos.
«¡Qué maravilla sentir esas partículas de agua heladas pinchándote la cara como alfileres!»
Porque la niebla es nuestro nacionalismo, el único momento en el que lo simbólico se sitúa por encima de lo real. Sucede porque nuestra niebla no es negruzca, como en Londres; al contrario, es lo más blanco que he visto en mi vida. Y, por eso, es literaria, una obra de ficción, un personaje más que llena los tejados con un velo de novia, con un manto sagrado de pureza. Si hay suerte la niebla se congela, creando el súmmum: la cencellada. ¡Ah, qué maravilla sentir esas partículas de agua heladas pinchándote la cara como alfileres! ¡Qué sobredosis de belleza esa espesura gélida y húmeda que llena el vacío de elegancia! La niebla congelada es nuestro hecho diferencial, es un pequeño masoquismo colectivo y, por ello, cuanto peor, mejor; cuanto más desciende ella, más crecemos nosotros; cuanto más grave y más pesada, más orgullo de ascender con ella ahí fuera.
La nieve tiene buena prensa, pero nos vulgariza, nos diluye en el estándar, nos hace pasar por un paraje más de cualquier país protestante. La nieve es facilona, tiene un punto populista. Sin embargo, la niebla contiene esa complejidad con la que convivimos desde que nacemos y en la que nos sabemos diferentes y sutiles. Porque la niebla nos aísla en nosotros mismos, que es lo importante, nos hace volver a casa bajo el aura mística de la primera hora de la noche, como el humo del escenario de un concierto, como polvos de talco sentimentales. Las torres de las iglesias, las luces sobre los puentes, el humo de los cigarros y las farolas difuminando fotones en un interminable 'non finito'… Y ahí es donde quería llegar: la niebla nos empuja hacia nosotros mismos, nos aleja de la frivolidad y nos acerca a fuerza de alejarnos. Y entonces el mundo huele a sábana oreada y a capa contra la mediocridad, como un escudo antimisiles hecho de gasa. Lo único malo de la niebla es que termina. De repente se vuelve a ver bien y es como si nos hubieran operado a todos de cataratas de repente. La nitidez lo torna todo en vulgaridad y la realidad deslumbra, como la rima del pobre. Y entonces ya no hay nada que hacer, ya no somos una nación con fronteras de condensación sino un pueblo perdido y sin dimensiones, nómadas apátridas que esperan el fantasma que los acompañe a casa con una realidad en millones de megapíxeles. Solo nos queda esperar. Y rezar lo que sepamos para que la mañana de mañana, si Dios quiere, sepa nublarlo todo de nuevo.
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