en observación
Cómo afeitar a un rabino
La guerra de Gaza, desde una peluquería en la que conviven islam y judaísmo
No fue culpa tuya, ni tampoco suya
A cada amnistía le llega su sanmartín
Una mujer puede ser un hombre, por simple autodeterminación registral, y si se lo propone incluso pasar en la vida civil por caballero, denominación de origen ajena a la biología que solo se conserva ya en las peluquerías –las menos– y que por lo ... que comporta de distinción, nobleza y generosidad, valores en desuso, cuando no en vías de cancelación, apenas tiene salidas profesionales. Ser o creerse un caballero aún te abre las puertas –las menos– a establecimientos de otro tiempo, botes de conserva de una mezcla de indiscreción y secreto, de loción y sudor, por la parte del sobaco. Viejas masculinidades, o «peste a hombre» (Rubén Blades). Los hechos que siguen son reales, y solo los nombres de los dos protagonistas (A y B) han sido suprimidos para preservar su privacidad, que no está el horno para bollos.
Con los años que amontona, fáciles de averiguar si uno echa la cuenta sobre el diploma que cuelga justo encima del espejo que cruza la pared, A sabe latín, pero sobre todo hebreo: te dice cuándo caen las fiestas judías, cuyo significado explica con la misma sencillez con que te pasa el peine y la máquina de esquilar. «Al uno corto». «Vamos a ver». También sabe cómo afeitar a un rabino, según las instrucciones de un Levítico cuya letra sigue de forma escrupulosa cuando recibe a los de la sinagoga, que no queda muy lejos de un local en el que los judíos de bien cumplen la ley del Dios de Israel. A sabe cómo y con qué instrumental se puede arreglar la barba, y dónde empieza y termina la patilla, e incluso qué significado tiene la cuchilla en el rostro de su clientela. Todo allí es ortodoxia.
En la silla de al lado, pasado un mar de pelo enmadejado y entrecano, trabaja B, magrebí españolizado y buen chaval que lleva el nombre de un profeta de la Biblia que lo mismo vale para un roto religioso que para un descosido multiconfesional y que también aparece en el Corán. B es musulmán, observa la regla durante el mes sagrado del Ramadán, que termina precisamente hoy, y desde octubre, como casi medio mundo, está pendiente de lo que ocurre en los territorios palestinos. En el Mundial de Qatar llevó hasta las semifinales y por dentro la camiseta de su país, y en la guerra de Gaza va con Irán, «que por lo menos defiende a los más débiles», comenta antes de reconocer, en un giro pagano que lo saca de sus casillas monoteístas, que confía en el karma para que algún día se haga justicia con Israel. Nada dice A mientras barre y espera al próximo cliente, seguramente cristiano del montón. La guerra sigue y la conversación escarba en el tiesto del odio, sofocado en una vieja peluquería de caballeros en la que casi todo se corta.
Hay heterodoxias que matan, pero B también atiende a los de la sinagoga. «Sin problema». «Sé cómo tengo que hacerlo, y me conocen... Algunos incluso están en contra de la guerra. No tengo que esconderme», añade el marroquí, más hablador que A, que barre su área pequeña hasta dejarla como el jaspe.
Pocos saben en el barrio que A es judío, y que tiene familia en Israel, y que un sobrino suyo está en el frente. Los gentiles que pasan por el local desconocen que A se llama Moisés, profeta de la Escritura y también del Corán. «Mi madre –nos confesó un buen día– decía que ese nombre me venía grande».
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