la dorada tribu
Quintero, un manirroto del talento
Sobre su figura se aúpa el retrato del comunicador que escucha. Acuñó una estampa prestigiada de vagamundo con visa, y todo a bordo de una voz que trajea cualquier madrugada

En una televisión vendida al barullo, un tío que habla de los astros es una rareza, y un lujo. Eso fue Jesús Quintero. Eso es, y ahí está de aval de recordatorio la serie sobre su obra, que ahora rueda en las televisiones. Quintero ... ha sido el único que iba a la tele a callarse, si procede, o mejor aún si no procede, con lo que ha colocado la elocuencia del silencio en un medio o un gremio que ejerce el pugilato de gritos. Era un manirroto mayor del talento, Jesús Quintero, y llenaba la noche sin decir nada apenas. Se da en él el estilo propio, cerradamente, y esa es la primera y última medalla de quien consagra la vida al sacerdocio de la palabra. Iba a la tele, de oficio, para callarse un rato, y miraba como un lobo fraterno, siempre fiel al chaleco chillón de rapsoda, y a la insólita melena desmelenada de loco lírico.
Se aprecia en Quintero que quiso mirar el mundo desde un chaleco desabrochado de colores, y siempre muy complicado de fulares bohemios, que eran, en él, siempre el mismo fular, porque Quintero, si daba el cambio, era para aún más parecerse a él mismo, al que no le se parece nadie. En la serie sobre su figura se aúpa el retrato del comunicador que escucha, pero hay en internet muchas de sus entrevistas míticas que son el museo insólito de unas gentes averiadas o célebres que pudieran haber sido inventadas por Quintero, pero que tenían 'deneí' y todo.
Acuñó una estampa prestigiada de vagamundo con visa, y la visa llegó a desmayar, a rachas, pero el cromo de vagamundo no, que es lo que importa. No gloso aquí al amigo, que bien pudiera, sino a un pícaro que merece todo monumento. Cuidó una cabeza de senador mayor de taberna y una arboladura de poetón parisino a la sombra de la Giralda. Todo, a bordo de una voz que trajea cualquier madrugada. Hizo mucha pasta, y la perdió. En sus rachas de última lejanía, fue inquilino de una residencia de mayores, porque hay un momento en que no necesitas a un hermano sino a un médico, y dos enfermeras. No le vimos nunca el móvil, pero sí un bastón de ornato antiguo, que es el apero del caminar de los solitarios. Era un dandi que se encontraba mejor entre pícaros. Le puso el mismo micrófono a Felipe González, y a un tronado. Le dio la misma silla a Antonio Gala y a un chistoso desvariante.
«Cumplió la osadía de mantenerse fiel a sí mismo, con una teatralidad que es sinceridad, más el chaleco de oropel desquiciado»
Todos, con Quintero, decían lo que nunca habían dicho, porque Quintero inventaba un clima, y ahí robaba la entrevista, que empieza o acaba dejando escuchar, como toda buena charla, ese arte en extinción. Al final, vivía en las lejanías, como los modistos mitológicos, o las divas de espuma. Cuando estaba en lo alto, te hacía una entrevista y era como si te hubieran dado un premio. Acomodó en el centro de Sevilla un teatro donde se cruzó el cabaret de tintero y el plató de excéntricos. Ahí siempre era de noche, como en las colinas de lunático que llevaba por dentro. No acuñó sólo un estilo sino una tribu propia, dorada y desportillada, fantasmal y entrañable, una manta de marcianos que salían de la cárcel o iban a la Feria de Abril.
Llegó a la cocina de los presos, y al belcebú de los flamencos. Llegó a la mansedumbre del descaro, y al narcisismo de cátedra. Cumplió la osadía de mantenerse fiel a sí mismo, con una teatralidad que es sinceridad, más el chaleco de oropel desquiciado. Que, por cierto, igual cotizaría en condiciones en una subasta del armario de las mejores reliquias de los solitarios.
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