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la alberca

El toro sin picar

En la plaza lidia el torero, no el tendido; el público tiene siempre derecho, pero no siempre tiene razón

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Alberto García Reyes

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Curro pidió el sobrero cuando el sol caía en la alcancía del río. Corpus del 60 en Sevilla. El sexto no sirvió y la afición se estaba ya diluyendo por las calles del Arenal. Romero lo cuenta en corto, como sus tandas. Como él vive. ... A lo hondo, no a lo ancho. Se llamaba 'Tomatero', de Clemente Tassara. «Los picadores ya se habían ido y decidí ahormarlo con el capote. Es una pena que el arte lo decida un reglamento, por eso aquella tarde me sentí libre». Fue su primera Puerta del Príncipe. La fuerza también se combate con las muñecas. Sin vara. Depende del animal. El manso pide puya y el bravo pide lances. Curro era de los de dale más. Porque en el caballo ciego también se torea. Hoy, sin embargo, el peto es una metáfora de la mengua de libertad de una sociedad atrapada en el reglamento 'woke'. El público de todas las plazas silba en cuanto el del castoreño pone la lanza en el morrillo. No quiere lidia, no quiere arte, no quiere verdad, sólo quiere que el toro no doble las manos. Que no coma arena. Quiere el éxito seguro, no el misterio. Antes los picadores cogían la vara como los lanceros de una justa medieval. Por el sobaco y empujando con el codo. Ahora, en cuanto el toro llega al caballo y el tendido afina su pitada, colocan la majagua como si estuviesen poniendo un banderín de córner. Y los mansos se van de rositas a la muleta porque el torero no se atreve a decirle a su caballero que le dé sin consuelo. De eso va esta alegoría. El silbido de la grada nos gobierna. El político teme a las cacerolas, el periodista a las polémicas, el futbolista a los hinchas. El otro día fui a un concierto de Sebastián Yatra –todos tenemos razones para lo indefendible– y me ponía todo el rato el micrófono a mí. Al público. Yo pago y yo canto. Toda la responsabilidad para la gente. Ninguna para el que cobra.

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