De la mejor estirpe de ABC
Con la muerte de Manolo Martín Ferrand desaparece uno de los más grandes periodistas de todos los tiempos
Con la muerte de Manolo Martín Ferrand desaparece uno de los más grandes periodistas de todos los tiempos. Inteligente, culto, irónico, sagaz, brillante, Martín Ferrand era la quintaesencia de la galicidad: sabía aunar la profunda sabiduría de su naturaleza galaica con la retranca y el humor más fino y a la vez más corrosivo. Perteneció a una estirpe de periodistas y escritores gallegos que tuvieron acomodo generoso en las páginas liberales de ABC, en cuyo seno alcanzaron el cénit de su gloria y, a la postre, murieron, rodeados del cariño y la admiración: Julio Camba, Wenceslao Fernández Flórez, Álvaro Cunqueiro (por etapas), Manuel Blanco Tobío, o el para mi inolvidable Eugenio Montes. A ninguno de ellos pidió ABC su «pureza de sangre» periodística. No le importó que provinieran del anarquismo más exaltado o de la Falange más recia y austera, sino que fueran buenos profesionales del periodismo. Todos ellos lo demostraron sobradamente hasta su último momento.
Manolo Martín Ferrand era -y me cuesta escribirlo en pasado- un periodista completo. Conocía a fondo el mundo de la prensa, de la radio, de la televisión: él mismo había encarnado a muchos de sus personajes, había dirigido periódicos, creado programas y emisoras, revolucionado la manera de hacer series o guiones, dándoles aquella gracia y frescura que él derrochaba. Hombre crítico, periodista exigente, nunca fue bien visto por el Poder: ni entonces ni ahora. Era demasiado lúcido, demasiado inteligente para uncirse a las burdas pesebreras. Hasta el último instante se mantuvo con esa crítica acerada y firme a los desmanes de los gobernantes de turno sin importarle los ninguneos o las amenazas solapadas. Contaba con el respaldo liberal de ABC y eso le bastaba. De ahí que tuviera tanto lector entre el público anónimo de la calle y tan pocos premios y homenajes de los compañeros de columna…
Y junto a ese Manolo recto y claro, tenaz y decisivo, el otro Manolo, hombre bueno, grandullón tierno y sensible, amante y estudioso de la buena mesa, de la mejor tertulia, de los amigos impagables: el Manolo divertido y chispeante, socarrón, que contaba las anécdotas más sabrosas, el que se reía a diario de la puñetera enfermedad que le atenazaba y sabía hacerle frente a la muerte con un humor y una gallardía que emocionaban y estremecían. ¡Nunca olvidaré lo feliz que fue la noche en que recibió el Premio «Cavia»! ¡Nunca lo ví tan niño y a la vez tan inmortal!. Qué cosas…
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