Barrio de Las Letras: Un vecindario de genios en pleno Siglo de Oro
Quevedo, Calderón, Lope de Vega, Cervantes, Góngora... todos vivían en la misma zona, algo único en el mundo
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En apenas dos decenas de manzanas, convivieron durante el Siglo de Oro algunos de los más ilustres hombres de letras de España. Era un barrio tocado por el destino, entre cuyas casas de adobe y ladrillo y sus calles enfangadas las musas repartieron sus gracias con prodigalidad sin límite. Lope, Góngora, Cervantes, Quevedo, Calderón… convivían casi pared con pared, se tropezaban en las calles y compartían un tiempo de miseria moral y económica, pero de una riqueza literaria sin parangón.
Pero ¿por qué coincidieron allí tal colección de talentos? La razón, como casi siempre, la da la oportunidad del lugar: en Madrid existían entonces tres «mentideros» , en plazas enlozadas en las que era más cómodo pasear sin enfangarse: las Gradas de San Felipe –especializadas en asuntos militares y de gente de armas, muy cerca de la calle del Correo, donde llegaban las postas con las noticias–; las losas de Palacio y el Mentidero de Representantes, donde solían juntarse las gentes del teatro: artistas, actores , poetas, escritores... y que estaba en la confluencia de las calles Prado y León. Por eso los literatos de la época buscaban casa en sus proximidades, explica el historiador Fernando Prado, director del proyecto de búsqueda de los restos de Miguel de Cervantes que era también vecino de ese mismo barrio.
Sin piedra ni cal
Un barrio lleno de genios: convivieron Lope de Vega, Cervantes, Góngora o Quevedo. Todos eran compañeros de profesión y entrañables enemigos , en un siglo en que la crítica feroz, en ocasiones incluso cruel, del rival era poco menos que el deporte nacional.
Aunque entonces aún no se le llamaba así, el Barrio de las Letras era un vecindario «pobre, muy pobre, de casa de adobe, porque la piedra era muy cara», desgrana Prado. En efecto, la cantera más cercana estaba en El Escorial, a 37 kilómetros, lo que suponía dos jornadas de ida y otras tantas de vuelta. Tampoco había cal en Madrid, había que traerla de fuera y eso convertía el mortero en todo un lujo.
Eran tiempos de lenguas como cuchillos y de navajazos en las esquinas oscuras –muy abundantes ambos–. Y algunos de los peligros caían del cielo en estado líquido;lo relata de nuevo Fernando Prado: «Madrid no tiene cloaca máxima, como Roma, y pasa de 20.000 habitantes en 1561 a subir a 80.000 cuando llega la Corte». Como no había desagües, existía una prohibición expresa de abrir retretes – «salvo los conventos, que tenían permiso de excusado»–.
¡Agua va!
Las aguas menores y mayores se guardaban en casa, en bacinillas, vasijas y orinales, hasta que llegaba la llamada «hora menguada», que es cuando estaba permitido tirarlos a la calle: las 22.00 horas en invierno, y las 23.00 en verano. Peligroso momento para dar un paseo.
Y si daño hacían puñales y bacinillas, aún peor podían ser algunas lenguas viperinas. Como las de Quevedo y el Conde de Villamediana, Juan de Tassis. «Era un mundo despiadado: a Juan Ruiz de Alarcón, que tenía doble joroba, le llamaban “poeta entre dos platos”. o “galápago”». Claro que él no se quedaba a la zaga: respondió a Quevedo con un poema titulado «Patacoja».
Aquellos jovenzuelos atrevidos y dotados de talento excepcional descubren que al vecindario acaba de llegar un personaje de otro siglo y de otro rey: Cervantes. Ya es anciano, hidalgo sin fortuna ni fama, pero trae bajo el brazo la primera parte de su Quijote, en la que todos reconocen una obra maestra. Lo que no impidió que también le hicieran objeto de sus pullas.
No faltaba la animación en este Barrio de las Letras de comienzos del siglo XVII: «Había –explica el historiador Prado–tres casas de lenocinio en Madrid, y una está frente a la vivienda de Lope de Vega». Pero decía Quevedo que era tan cara que «sólo si calzas espuelas puedes catar carne». Madrid abunda en soldados, y los burdeles florecen: en 1660 había ya 800 abiertos.
Velos de monja
En este clima tan «animado», no son extrañas las anécdotas. Se sabe que en 1629, Pedro Calderón de la Barca, recién llegado de Flandes, pasea con su hermano José por el Mentidero de Representantes. De repente, el actor Pedro de Villegas propina una puñalada por la espalda a José –en relaciones con su hermana– y huye a la carrera.
La gente le persigue gritando. «¡Al asesino!», y él trepa por los andamios instalados en las Trinitarias para su ampliación, escapando. Los perseguidores asaltan el convento, y corre el rumor de que el huído «se ha vestido de monja». Deciden levantarle el velo a todas para encontrarlo. La priora es la hija de Lope de Vega, sor Marcela, a la que el escritor adora. Por eso, Lope se indigna con los hechos, y se lo cuenta a su amigo Fray Hortensio Félix de Paradicino, que larga diatribas contra Calderón por fomentar ese asalto sacrílego. Calderón se la devolvió a los pocos días, cambiando unos versos de «El Príncipe Constante» para su estreno, riéndose del predicador. «Felipe IV tuvo que mediar para conseguir la paz», explica Prado.
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