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UNA RAYA EN EL AGUA

La condición humana

Hombres como el padre Pajares no cambian el mundo pero lo hacen un poco más digno y más noble. Su ejemplo embellece la condición humana

Ignacio Camacho

«Un acto de amor nunca puede ser ridículo» (Leon Bloy)

Aislado en su habitación aséptica, blindada como un bunker bacteriológico, no se enteró del cainismo miserable que su repatriación había desatado. No supo que un latigazo de fobia anticlerical cuestionó los costes del traslado y que el Gobierno amagó con cargárselos a su orden misionera. Permaneció ignorante a la oleada de miedo cerval que envolvió de egoísmo a muchos de sus compatriotas, y murió ajeno a la dolorosa constatación de que su sacrificio había provocado una polémica social y un debate político. Probablemente en su agonía no dejase de pensar en los que habían quedado allí, en Liberia, en los seres que había ayudado a morir entre caricias sin temor al contagio. Porque ésa es la diferencia entre los hombres como Miguel Pajares y los demás: que ellos entienden el amor como un testimonio que exige incluso entregar la vida.

Las personas como el padre Pajares no pueden cambiar el mundo pero lo hacen un poco mejor, más decente y más noble. Su ejemplo embellece la condición humana, cuya reputación últimamente anda un poco de capa caída entre las bombas que matan niños y los fanáticos que exhiben cabezas cortadas. En la sociedad de la queja se ofrecen sin pedir nada a cambio. En la sociedad de la culpa perdonan los pecados. En la sociedad de la agresión dan paz. En la sociedad de la prisa transmiten paciencia. En la sociedad de la descreencia enseñan su fe. En la sociedad del confort aceptan la incomodidad. En la sociedad de la cobardía son valientes. En la sociedad de la opulencia se van a compartir su vida con los pobres. Hacen lo que nosotros no somos capaces de intentar siquiera, y lo hacen también en nuestro nombre sin esperar siquiera que les demos las gracias. Porque en la sociedad del interés saben mostrarse desprendidos hasta de su propia existencia.

Por eso ha sido tan triste este ruidoso circo de mezquindad moral. Al misionero Pajares lo trajeron a morir con la dignidad que merecía su esfuerzo, y también a decirle que no estaba solo, que su gente es capaz de reconocer su excepcional paradigma de generosidad y de combate. Lo trajo el mismo Estado que rescata sin pasarles la factura a montañeros, espeleólogos o esquiadores en apuros. El Estado que tantas veces falla hizo en esta ocasión lo que tenía que hacer. Y lo hizo bien, con toda la prevención científica y tecnológica: si ha habido en estos días un lugar en España a salvo del contagio del virus ébola, que tal vez pueda haber pasado sin alharaca por un aeropuerto o una frontera, ése era el hospital Carlos III.

Pero aún falta algo. El cura Pajares merece que se simbolice en él la gratitud de la buena gente. Un homenaje, una medalla, algo. Tal vez sólo unas palabras que reconozcan la excelencia moral de su modelo. Que proclamen que si para los creyentes puede tratarse de un santo, para todos los ciudadanos debe ser un héroe.

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