EL CONTRAPUNTO
Fin de régimen (I)
El PSOE afronta un congreso que bien podría derivar en asamblea fallida
El régimen surgido de la Transición se desmorona. Quienes vivieron de cerca, por edad y profesión, el final del franquismo, reconocen en la crisis política de nuestros días la sensación de agotamiento que caracterizó esos primeros años setenta, hasta la muerte del general Franco. Claro que entonces la alternativa a la agonizante dictadura estaba clara: una democracia similar a las existentes en toda Europa occidental. Ahora nadie sabe por dónde tirar para salir del atolladero. Ahora España está huérfana de líderes semejantes a los que en esos días decisivos fueron capaces de remar juntos en la misma dirección, a pesar de sus diferencias. Ahora la corrupción se ha desbocado y la crisis, unida al mal gobierno, se ceba con las clases medias, garantes de la moderación que trae desarrollo y progreso. Lo único evidente, hoy, es que los separatistas y liberticidas de extrema izquierda se disponen a aprovechar la coyuntura para tratar de alcanzar sus objetivos.
En este contexto extremadamente grave es donde hay que situar los vientos de reforma constitucional de los que escribía ayer en estas páginas Mayte Alcaraz, revelando que el presidente del Gobierno ha pedido opinión a sus barones sobre una idea que no es originalmente suya, sino del PSOE. O, mejor dicho, de la parte del PSOE que encarna Felipe González y todavía conserva un cierto sentido del Estado. La otra, heredera de Zapatero y tributaria de su legado ideológico, nunca ha comprendido lo que significa esa expresión.
Me recordaba recientemente mi maestro, Luis María Anson, que Philip Pettit, el filósofo de cabecera de ZP, tenía como modelo ideal de su republicanismo panglosiano a la Suiza cantonalista. Lo cual explica muchas cosas. En su empeño por jibarizar nuestro país hasta asimilarlo a la república helvética, el «Flagelo de León» alentó la secesión de Cataluña, otorgó a ETA una victoria política con la que jamás habrían soñado los terroristas derrotados, contribuyó con su irresponsabilidad a agravar la crisis económica y sembró de minas su partido. Unas minas que han empezado a estallar de forma descontrolada y que amenazan con destruir la formación que alumbrara el verdadero Pablo Iglesias, lanzándola a imitar los actos de un sucedáneo vulgar.
El PSOE afronta, dividido, un congreso que más de uno contempla con enorme preocupación, temiendo que derive en asamblea fallida. Eduardo Madina tiene sus padrinos (por mucho que arremeta contra un «aparato» que percibe hostil) y Pedro Sánchez los suyos, representantes respectivamente de las dos almas que alientan en el partido. Dos almas que, salvando todas las distancias históricas, podrían asimilarse a las de Largo Caballero y Besteiro, no tanto por lo que defienden sino por lo que supondría la victoria de uno u otro para el socialismo y para España. Ambos bandos velan armas y se mueven en silencio. Uno de ellos, el «juliano», ha trasladado a la Corona la propuesta de una reforma de la Carta Magna susceptible de evitar el temido «choque de trenes» con el nacionalismo catalán, una vez constatada la impotencia de Artur Mas para controlar al monstruo que él mismo creó. Se trataría de ceder en parte en aras de salvar lo esencial, reconociendo así la incapacidad del Estado democrático de Derecho para salvaguardar su propia estructura pero conservando la integridad del país que esos socialistas, no los cantonales, aspiran legítimamente a gobernar algún día.
Falta por saber ahora qué piensa hacer el PP, si es que se libra de Arriola y opta por mover ficha. En los pasillos de Génova se afilan también cuchillos… Pero eso da para otro artículo.
Continuará…
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