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VIDAS EJEMPLARES

Café y tabaco

Todo era una pequeña calamidad, pero…

Si pudiésemos regresar súbitamente a 1976, el país que por entonces nos parecía normal nos resultaría pobre, áspero, un lugar por hacer. Pagar impuestos distaba de ser una obligación asumida. Trece años más tarde, cuando ya corre 1989, se juzgará a Lola Flores por evasión fiscal y el juicio tendrá todavía mucho de lección ejemplarizante (La Faraona, genio y morro hasta el ocaso, deja en el banquillo de los acusados una perla para la literatura jurídica: «Ay, señoría, ¡que yo no sabía que esto podía tener tanto castigo!»).

En 1976 la inflación era del 20%, los calentones del petróleo acogotaban a España, la balanza de pagos asustaba. Había diez millones menos de españoles que hoy y la esperanza de vida era de 74 años (82 ahora). La educación y la sanidad públicas y universales resultaban una quimera sueca. El coche más vendido aquel año fue el Seat 124, y al año siguiente, su primo todavía más humilde, el peleón 127. Hoy el vehículo más despachado es el Megane y las prestaciones elementales en cualquier utilitario (airbag, aire acondicionado, dirección asistida, gps…) no eran imaginables ni en los guiones más sobrados de James Bond. La sociedad, pacata, contemplaba entre rijosa y escandalizada a María José Cantudo en el primer desnudo integral del cine español.

El boxeo era un deporte de masas y Perico Fernández, un pegador de nula técnica y luces justas, hacía el rol del Nadal de la época. Torrebruno, que ya había sido el psicodélico telonero de los Beatles en Madrid, ponía el cartel de no hay billetes en las plazas de toros con un espectáculo musical horripilante. En la mayoría de las casas se pasaba frío, los adolescentes soñaban en vano con unos vaqueros americanos y la tele era una y en blanco y negro. Si a un español de 1976 le dijeses que andando unos veinte años se podría escribir de manera instantánea desde un teléfono portátil a una persona ubicada en Australia, e incluso enviarle una foto o una película grabada con ese móvil, te daría la tarjeta de un loquero.

Pero la mayor de las pobrezas era la indigencia política del país, la falta de libertades y garantías jurídicas, de cauces de participación y estructuras económicas. El sistema franquista, sin rendijas durante casi cuatro décadas, no se había desmontado todavía. La violencia era brutal, constante. ETA asesinó a 18 personas en 1976. El Grapo también atentaba y secuestraba. En una huelga en Vitoria la Policía mató a cinco manifestantes. La lealtad del Ejército a la posible democracia era una incógnita (hoy es una de las instituciones más solventes y reconocidas).

En medio de ese polvorín le tocó bailar a un abogado de 43 años, un hombre simpático, abonado a la inteligencia emocional, que había sacado la carrera de Derecho a trompicones en Salamanca. Un hombre delgado, de buen corte de pelo y sonrisa resultona, habilísimo en la maniobra, limitado en sus conocimientos técnicos, pero bienintencionado y convencido casi a cualquier precio de que había que darle la vuelta al calcetín para dejar entrar el aire. Por entonces, el sillón presidencial era casi una silla eléctrica. La dieta de Suárez: insomnio, café y tabaco. Sin límites. Todo era una pequeña calamidad. Pero salió bien, porque había lo que estúpidamente se ha perdido: una enorme, inmarchitable, esperanza.

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