LLUVIA ÁCIDA
El vestuario
Poli arrastró hasta las sillas del ring a personas que entonces intuían que ser alguien en la vida social madrileña incluía dejarse ver en los combates del Potro
HAY un hombre que suele demorarse en el vestuario. Supongo que está jubilado. Siempre se afeita en el gimnasio, con la toalla ceñida a la cintura, entre vapor. Improvisa charlas para los muchachos sobre los temas más variados. Ayer, sobre por qué los bebés se quedan dormidos después de meterlos en un baño de agua tibia. Otras veces, da consejos. Conoce tan bien a los boxeadores, que sabe cuál falta desde hace meses y pregunta por él. Sabe cuál agarró una licencia de taxi, o fue padre, o ha engordado, o se rompió una costilla, o es argentino, o se ha excedido con los tatuajes, o qué sé yo. Conoce todos los nombres, y parece habérselos aprendido sin levantarse de la banqueta del vestuario, sólo esperando, como si los acechara, a que los chicos pasaran por ahí.
No creo que lleve encerrado en ese vestuario desde los años ochenta. Alguien lo habría reclamado. Pero, igual que cuando habla de los púgiles aficionados del gimnasio, también tiene recuerdos de cuando allí entrenaba un boxeador que llegó a ser famoso. Poli Díaz. En los tiempos de Sarasola, lo tenían encerrado tantas horas, con la comba, con el saco, con las manoplas, que Poli se escapaba al colegio contiguo, el Buen Consejo, y pedía entrar en los partidos de fútbol del patio. Por juguetear, tiraba coscorrones inofensivos a los alumnos, que le amagaban la guardia. Una vez, uno le dijo: «No me des en la cabeza, que dejaré de sacar notables».
—«¿Qué es un notable?», preguntó Poli.
Aquí es donde un novelista de los de percepción psicológica explicaría que Poli iba al patio del colegio a recuperar la infancia robada. Supongo.
Hace algún tiempo, un amigo visitó el gimnasio para ver una velada de aficionados. En una de las paredes, entre otros muchos retratos de púgiles, había uno de Salvador Sánchez, aquel mexicano prodigioso que, ya campeón mundial del peso pluma, se mató con 23 años al estrellar su Porsche contra un camión durante un adelantamiento imprudente. A pesar de los rizos, Salvador se parecía algo a Poli. Por lo que a mi amigo, confundido, le dio un arrebato proustiano de añoranza de los años ochenta. Cuando Poli salió de este gimnasio y de los campamentos en El Espinar para arrastrar hasta las sillas de ring a personas que nunca se habían sentado en una, ni volverían a hacerlo después, pero que entonces intuían que ser alguien en la vida social madrileña incluía dejarse ver en los combates del Potro. De pronto, Madrid volvía a tener un boxeador. Por eso, fue una ciudad insomne cuando Poli peleó el campeonato del mundo contra Whitaker, fingiendo flojera en las piernas para chulapear, cargando de rabia el puño en el doce para intentar conectar el golpe que lo salvara de la derrota como si acabaran de decirle que Whitaker se había subido al ring para robarle el futuro y enviarlo de vuelta a los descampados del barrio. Una vez exprimido, Poli fue desechado.
La primavera pasada, se publicó un buen libro de Francisco Aguado a partir de un trabajo de grabadora con Poli. Es curioso, lo que menos recordaba de Poli son los episodios penitentes, en barrena, de su vida de exboxeador. Que probablemente empezó a declinar del todo cuando se prestó a aquella patochada en Oviedo junto a Mickey Rourke, con quien luego desató una pelea formidable en una discoteca. A Poli lo recordaba como sale en las fotos del gimnasio en las que posa con el cinturón. Como lo recuerda el relator del vestuario. Como lo recuerdan los aficionados que todavía ahora, cuando Poli entra en una velada, murmuran, señalan y lo obligan a subirse a una silla a saludar mientras le cantan Potro-Potro a ese púgil que fue el de Madrid.
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