Tres postales del genocidio de Ruanda: así recuerda el enviado especial de ABC el horror 30 años después
José Manuel Nieves viajó a Ruanda como enviado especial de ABC hace tres décadas. Fueron meses que dejaron en él una huella profunda e imborrable. De entre mil recuerdos y vivencias, algunas terribles y otras enternecedoras, rescata estos apuntes
![El cráneo de una víctima de la masacre quedó expuesto como recordatorio de la barbarie del enemigo](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/04/05/Tutsis-RPP9RjUBQy1w9IIRFlQbVoL-1200x840@diario_abc.jpg)
Han pasado ya treinta años del que fue, sin duda, el segundo peor genocidio de todo el siglo XX. Y desde la perspectiva que da el tiempo, vale la pena recordar hoy que entonces, en apenas tres meses y una semana, entre el 7 ... de abril y el 15 de julio de 1994, cerca de un millón de personas fueron brutal y sistemáticamente asesinadas en Ruanda. Muchas de ellas a golpe de panga, el afilado machete que igual sirve para abrirse paso en la selva que para cercenar extremidades y cabezas.
Como enviado especial de ABC, hace treinta años viajé a Ruanda en distintas ocasiones. En total, fueron varios meses de horror que dejaron en mí una huella profunda e imborrable. De entre mil recuerdos y vivencias, algunos terribles y otros enternecedores, hoy he decidido rescatar estos tres. Simples postales, momentos extraídos de una carta que, en realidad, es muchísimo más larga.
1
![El periodista José Manuel Nieves durante una de sus visitas a Ruanda, en 1995](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/04/05/Ruanda_20240405161913-U17320643613AER-760x510@diario_abc.jpg)
14 kms con un panga en el cráneo
Amanece en las afueras de Kigali. Sabemos que varios poblados vecinos han sido arrasados durante la noche y los periodistas estamos ahí, junto a las ambulancias, esperando a la oleada de gente que sin duda llegará. Desde lo alto de la colina todos observamos el camino, estrecho, de tierra ocre, que serpentea a través de una masa oscura que se va tiñendo de verde a la luz creciente del alba. Parece una herida, una cicatriz roja sobre la piel verde de este continente negro.
Ahí llegan. Desde lejos no se les distingue bien. No son muchos, y caminan muy dispersos, cada uno al ritmo de sus propias fuerzas. Vamos hacia ellos. Son pequeños bultos que van adquiriendo forma humana a medida que la distancia disminuye. Entonces la vi. Era joven, menuda, esbelta, y avanzaba casi a trompicones dando la mano a dos niños pequeños, uno a cada lado. Nadie la ayudaba. Me llamó la atención algo extraño en su cabeza, una especie de protuberancia o bulto cuya naturaleza no conseguía adivinar.
Cuando por fin lo vi me quedé helado. Aquella joven llevaba un 'panga' incrustado en el cráneo. Y había caminado así, con sus dos niños y el machete clavado, durante 14 largos km para pedir ayuda. Llamé a gritos a un sanitario. Me quedé con los pequeños mientras el enfermero la examinaba. No se podía hacer nada. Retirar el machete significaba una hemorragia que habría acabado con su vida en pocos segundos. Así que la subieron a una camioneta, con sus niños y otros heridos, y se la llevaron a Kigali, a un hospital. Nunca más volví a saber nada de ella.
2
![Los tutsis dejaron intacto este santuario después de que los hutus lo atacaran](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/04/05/miguel-U02301453551vIR-760x510@diario_abc.jpg)
Infancia arrebatada
Decían que era un centro de acogida para menores, pero a mí me pareció una cárcel para niños. Cientos de pequeños de todas las edades permanecían hacinados en un patio rodeado de barracones bajos de ladrillo visto, los dormitorios. Eran hijos, nietos y hermanos de familias muertas, cientos de historias tristes que, en su mayoría, nadie contaría jamás. Un pequeño grupo, unos diez niños en total, permanecía separado de los demás. «Son los criminales de guerra», me dijeron. Criminales de guerra... El mayor no parecía haber cumplido aún los diez años.
Yo había ido ahí por un niño en particular, un caso 'extremo' que me llamó poderosamente la atención en cuanto supe de su existencia. Se llamaba Asani, que en el idioma nativo significa 'rebelde'. No había papeles ni documentos, pero no podía tener más de 7 u 8 años de edad. Según los guardias, era el mayor de los asesinos del lugar. Él solo, me dijeron, había quitado la vida a más de 500 personas.
Cuando los tutsis, después del intento de genocidio, se vengaron de los hutus arrasando sus poblados, tenían la costumbre de colocar a los supervivientes en fila y de espaldas contra una pared. Después le daban un panga a uno de los niños de ese mismo poblado, y le obligaban a matar a los prisioneros uno por uno, a golpe de machete.
Asani no hablaba. Había perdido esa capacidad a causa de la crueldad en la que se había visto forzado a tomar parte. Me quedé ahí, delante de él, mirándole mientras esperaba inútilmente alguna respuesta a mis preguntas, formuladas en inglés y que un traductor le iba transmitiendo. Estábamos frente a frente, pero sus ojos parecían no verme. Su mirada me atravesaba como si yo no existiera, para centrarse en algún punto indeterminado, muy por detrás de mí. Asani ya no estaba ahí... se había ido, igual que su infancia, arrebatada para siempre.
3
![Los muertos permanecieron sin enterrar durante más de un año para ilustrar de la forma más brutal la barbarie del enemigo](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/04/05/tutsi-U68634572650oMC-760x510@diario_abc.jpg)
Delicioso manjar
Llevábamos casi 48 horas sin comer prácticamente nada. Mi compañero, el reportero gráfico Miguel Berrocal, y yo, habíamos decidido varios días antes ir por nuestra cuenta, y dejar de depender de las escasas (y manipuladas) informaciones que los militares tutsis solían facilitar al anochecer en el 'hotel de los periodistas' en Kigali. Así que nos juntamos con un cooperante que disponía de dos cosas: un vehículo y varios días libres.
A medida que nos adentrábamos en la selva, los recursos iban siendo cada vez más escasos. Y lo poco que llevábamos se lo iban quedando los militares de los puestos de control (dos soldados, una caja de madera y, solo a veces, una silla) que íbamos encontrando salpicados por el camino. De modo que, después de dos días, cuando llegamos a un poblado sin nombre, decidimos parar y buscar algo que llevarnos a la boca.
El lugar no era más que un claro entre los árboles, de forma circular y con dos filas de cabañas alrededor, que dejaban en el centro un espacio libre. Y allí, como por arte de magia, había lo que a todas luces parecía una tienda de comestibles. Entramos a la carrera, pero solo para comprobar que sus estantes, de madera oscura, destartalados y desiguales, estaban completamente vacíos... ¿Completamente? Parecía imposible, pero justo detrás del hombre que supusimos que era el encargado vimos algo que nos dejó totalmente perplejos: aplastada, sucia, amarillenta, había allí una caja de quesitos de 'La vaca que ríe'. Y al lado, una especie de bollo oscuro. Era lo único que había en toda la tienda.
Miguel y yo nos miramos, estallamos en una carcajada y, sin vacilar, señalamos con ansia el tesoro culinario que la suerte nos había puesto delante. Nadie en su sano juicio habría comprado esos quesitos en el súper del barrio, tal era el estado de la caja... Pero allí, en medio de la nada, nos pareció el manjar más suculento del mundo. Pagamos veinte dólares por los quesitos y el bollo de pan. Pero fue una de las mejores comidas que hicimos durante todo aquel viaje.
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