Jill Biden, la mujer que conduce a su marido con susurros
Tras la debacle del debate presidencial, todas las miradas están puestas sobre la primera dama de Estados Unidos y la influencia que tiene sobre un marido deteriorado
Los años de la dragona vuelven a cernirse sobre la Casa Blanca
![Jill y Joe Biden celebra el Día de la Independencia en la Casa Blanca](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/07/07/1483325029-RLm6yhNzHy8SrBG9UphWBkO-1200x840@diario_abc.jpg)
Hubo algo más bochornoso para la imagen de Joe Biden que el calamitoso debate electoral en Atlanta el 27 de junio: la aparición del presidente momentos después de ese cara a cara en una pequeña fiesta de los demócratas en un hotel, donde fue ... junto con su mujer. Ante un Biden rígido y desorientado, su esposa le miró como si fuera uno de los alumnos a los que suele dar clases y le dijo, señalándole: «Joe, hiciste un gran trabajo, respondiste a todas las preguntas y te sabías todos los hechos».
Esta escena, transmitida en directo por varios medios, no sólo acentuó las dudas sobre la capacidad del presidente para manejar la presión y la complejidad de su cargo, sino que además dejó a la nación entera preguntándose si la primera dama acababa de ver al mismo Joe Biden que todos los demás. Desde entonces, cuando el presidente ha aparecido bajo los focos, los del Gobierno y los de la campaña, ha sido casi siempre junto a la mujer con la que lleva 47 años casado, la primera y última persona a la que ve cada día, su consejera más fiel, quien puede convencerle de que es hora de dar un paso atrás.
Las peticiones a Jill Biden para que intercedan se acumulan, son un alud. Este viernes una veintena de mujeres de Filadelfia le escribió una carta en la que le imploraba. «Nos dirigimos a usted, Sra. Biden, con nuestra solicitud de instar a su esposo a poner fin a su campaña para la Presidencia. Es momento de que una generación más joven tome las riendas de una manera que detenga al Sr. Trump en seco y construya sobre el legado de su esposo en lugar de permitir que sea destruido», dijeron en un texto publicado en el diario 'The Washington Post'.
Tras la desmedida popularidad de Michelle Obama y el glamour frío y distante de Melania Trump, Jill Biden entró a la Casa Blanca de la mano de su marido, reservada y discreta, con el título de doctora —no de medicina, sino de magisterio—, dedicada a dar clases de formación profesional en Virginia. A diferencia de casi todas sus predecesoras, Washington era su casa desde hacía muchos, muchos años. Su marido fue senador desde 1973, y vicepresidente entre 2009 y 2017.
A diferencia de la señora Trump, a Jill Biden se la veía cómoda en el papel desde el primer día. Desmarcándose de Hillary Clinton, no pretendía influir en asuntos de gobernanza; su prioridad era su marido.
![Biden y su esposa durante un evento en la Casa Blanca](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/07/07/1483323448-U06343424728irU-760x427@diario_abc.jpg)
En la portada de 'Vogue'
Pero en meses recientes, paralelamente al evidente declive de su marido, la primera dama ha tomado más protagonismo: acompañó a su hijastro, Hunter Biden, al juicio en el que fue hallado culpable por mentir en una solicitud de licencia de armas; ha participado en más mítines de campaña, llegando a hacer visitas votantes a solas, y esta semana hasta ha aparecido en la portada de la sacrosanta revista 'Vogue', con el titular «Nosotros decidiremos el futuro». En condiciones normales, esa frase no hubiera significado nada, un lema más en un océano de proclamas políticas intrascendentes. Hoy, parece ser una declaración de intenciones: la familia es quien decide.
El problema es que de momento, la familia no ha optado por una intervención, y no hay nada que impida a Biden comportarse como lo que es: una persona de 81 años, con un trabajo de una presión infernal, en constante tensión, que además de gobernar la primera potencia económica y militar, debe hacer campaña para ganar una de las elecciones que se auguran más reñidas de la historia. Fue un peso gigantesco hasta para un Barack Obama cuando se presentó por segunda vez a la presidencia a los 51 años, y sigue siendo un peso gigantesco ahora.
![Jill Biden pone sus manos en los hombros de su esposo durante la toma de posesión presidencial en 2021](https://s2.abcstatics.com/abc/www/multimedia/internacional/2024/07/07/1430808645-U44100161216yKO-760x427@diario_abc.jpg)
La prueba la tuvo Washington el jueves 4 de julio, durante la celebración del tradicional Día de la Independencia. Al presidente Biden le habían programado varias entrevistas para demostrar que lo del debate fue un traspiés. Después iba a participar en un maratón de eventos: una barbacoa con soldados, un discurso sobre democracia, una pequeña fiesta para ver los fuegos artificiales cuando cayera la noche. Pero en una de las entrevistas soltó: «Soy la primera mujer negra que sirvió con un presidente negro». En su discurso, improvisó, criticó a Donald Trump y se detuvo, murmurando: «Tal vez no debería estar diciendo esto». En resumidas, no sirvió semejante agenda para calmar ningún ánimo.
Las «dragonas»
En la Casa Blanca, las miras están puestas sobre Jill Biden. Es quien podría convencer a su partido, como hizo Lady Bird Johnson en 1968, que es hora de plegar las velas y cuidarse. Pero ella parece haber optado por conducirse más bien como Nancy Reagan, apodada en sus últimos días de primera dama «la dragona», quien con sus vestidos de Galanos y Halston, erigió un muro alrededor de su marido cuando este daba muestras de demencia y pasó a ser la persona con más poder en la nación durante unos meses. Reagan, entonces, era considerado ya un anciano, necesitado de una jubilación. Se fue con 77 años.
El papel de Jill Biden es el que está ahora en el foco. El presidente se mueve con rigidez, no parece estar alerta todo el tiempo, sus consejeros han filtrado a medios de EE.UU. que parece apagarse fuera del horario de 10.00 a 16.00. El problema añadido es que, entre las dudas sobre sus capacidades físicas y mentales, la Casa Blanca le ha plagado la agenda de viajes. En menos de un mes ha estado en Francia, Italia, Los Ángeles, Atlanta, Nueva York, varias veces en su casa de Delaware, largos días en la residencia presidencial de Camp David. Ha participado en visitas y cenas de Estado, en reuniones de trabajo, en mítines de campaña. Ha tenido que tomar medidas por los problemas en la frontera, la resistencia de los republicanos a financiar a Ucrania ante la guerra rusa y las críticas de su partido por su apoyo a Israel.
Tras aquella bochornosa escena tras el nefasto debate de Atlanta, no pocos comentaristas se lanzaron a apuntar a la primera dama. Matt Drudge, muy influyente en Washington, le dedicó un titular digno de Macbeth: «Jill la cruel se aferra al poder». Otros la acusaron de «abuso de una persona de la tercera edad». 'The Economist' la proclamó «defensora en jefe». Olivia Nuzzi, una reportera que conoce bien a los Biden, habló de un «pacto de silencio» en la familia que habita la Casa Blanca.
Ella cuenta una anécdota que demuestra cuál es el verdadero papel de la hoy primera dama. Saludando recientemente a un importante donante demócrata y amigo de la familia en la Casa Blanca, el presidente lo miró fijamente y solo asintió con la cabeza. La primera dama intervino para susurrarle al oído su nombre, pidiéndole que le agradeciera una donación que había hecho. El presidente repitió las palabras que su esposa le había susurrado, una a una, sin añadir nada más.
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