Jersón mira de reojo a la otra orilla del río Dniéper
En esta ciudad del sur de Ucrania, que sufrió durante meses la ocupación rusa y después fue recuperada por Kiev, se vive una relativa calma que a veces es interrumpida por los misiles y los francotiradores del Kremlin
Los ancianos que resisten en el frente de la guerra en Ucrania

Al final del Parque de la Gloria, se encuentra la Llama Eterna, y un poco más abajo está el río Dniéper. Esta orilla está bajo control ucraniano; al otro lado están los rusos. El río es ancho, pero desde la Llama Eterna hasta la ... zona ocupada, no hay ni quinientos metros: un francotirador lo tendría fácil. El 'fixer' dice que sí, que «mejor que nos pongamos a cubierto», pero no lo dice con inquietud, ni se le había ocurrido antes, y de hecho los chalecos antibalas se han quedado en el coche. A veces uno tiene la sensación de que el 'fixer' (en jerga periodística, sería el guía y traductor) exagera su percepción de riesgo para justificar sus elevados honorarios (200 euros al día). Pero la razón es otra: los grandes medios internacionales pueden pagarlo y están todos en Ucrania. Con todo, el 26 de abril, en esta misma orilla pero más al norte, junto a lo que queda del puente principal, un francotirador ruso mató a un 'fixer' e hirió al periodista italiano con el que trabajaba. Sin embargo, ahora, un poco más arriba de la Llama Eterna, una mujer septuagenaria camina y contempla las flores. Uno no sabe qué pensar.
Se llama Ludmila, lleva unos calcetines con los colores de la bandera ucraniana y dice que se debe a la Providencia, el habernos encontrado. Es de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, y en un acto entusiasta de proselitismo, entrega un tríptico: «El mensaje de advertencia de Dios antes del segundo advenimiento de Cristo». Está en ruso. Una cosa lleva a la otra, y recita entonces un poema patriótico, escrito por ella y sin título, y lo hace apasionadamente, teatralmente: «Mi Ucrania... ¡Ucrania!», etcétera. Ludmila no debía de hacer demasiada ostentación patriótica y religiosa durante los ocho meses y medio de la ocupación rusa en Jersón el año pasado. «Los vecinos me dijeron que me fuera con ellos, pero no quise». ¿Por qué? «Porque Dios está conmigo»; y no tuvo percance alguno durante la ocupación rusa. Pero no es un caso excepcional: muchos vivieron la ocupación con cierta normalidad, dadas las circunstancias, sobre todo los prorrusos y aquellos que no se meten demasiado en política. Aquellos leales a Kiev, activistas, políticos y combatientes, lo pasaron peor. Algunos se escondieron, muchos sufrieron torturas y otros fueron asesinados. Hay cientos de muertos y desaparecidos.

Soldado X
En una esquina, dos técnicos reparan un semáforo con el chaleco antibalas puesto. Jersón es una capital regional, en el sur del país, entre Odesa y Crimea. Antes de la invasión, vivían unas 275.000 personas; ahora deben de ser decenas de miles. Por las mañanas hay cierto movimiento, pero por las tardes las calles se vacían. No hay demasiados edificios en ruinas: la conquista rusa tuvo poca oposición y la reconquista ucraniana no tuvo ninguna.
Apenas hay soldados en las calles y no se escuchan tantas explosiones como uno esperaría teniendo en cuenta que la línea del frente es el río que bordea la ciudad. El porqué de que la guerra no sea más explícita estando los rusos ahí al lado, lo explica un militar que se encuentra en el centro de la ciudad. Pide que no se publique su nombre ni su rango, y tampoco la unidad a la que pertenece: «Los soldados y los blindados están en las afueras, en la ciudad no hacen falta. El río es ancho y no queda ningún puente en pie, así que no puede haber ninguna operación rápida. Si viéramos movimientos al otro lado, habría tiempo para prepararnos». Esto, claro, es igual en ambas direcciones. Continúa: «Al otro lado del río no hay nada, no tienen edificios donde parapetarse. Así que las posiciones rusas están un poco más atrás. Tampoco necesitan exponerse para usar la artillería». Los francotiradores, en cambio, sí tendrían que acercarse.
La conversación tiene lugar en una avenida que desciende hacia el río. Las aceras están resguardadas, pero la calzada está expuesto, y la gente cruza la calle y los coches circulan por ella. «Aquí es seguro, estamos demasiado lejos para un francotirador [algo más de 1.500 metros]. Además, ¿qué ganan ellos matando a uno o dos civiles? Demasiado riesgo para nada, y pueden hacer más daño con artillería». El pasado 3 de mayo, tres proyectiles rusos impactaron en la ciudad, uno de ellos en un supermercado, y veintitrés personas perdieron la vida.
Irina y Svetlana
La calle Suvorova es el principal eje comercial de Jersón. Apenas hay nadie, y las tiendas están cerradas. Donde comienza el paseo, había una estatua de Aleksander Suvorov, que es quien da nombre a la calle, pero de la estatua sólo queda el pedestal. Se la llevaron los rusos antes de irse de Jersón, de recuerdo: Suvorov fue un general del Imperio Ruso, en el siglo XVIII, que nunca perdió una batalla. Es probable que los ucranianos la hubiesen acabado quitando ellos mismos; es posible que acaben cambiando el nombre a la calle.
Svetlana, desde su balcón, grabó cómo se llevaban la estatua. Lleva unos pendientes con el escudo de Ucrania, y muestra el vídeo de la sustracción, y luego otro vídeo de ella con una vecina arrancando carteles de propaganda rusa durante la ocupación. La vecina es Irina. Ambas sufrieron la represión de las tropas rusas, pero por otros episodios. Svetlana recibió un disparo en la pierna izquierda durante una manifestación contra la ocupación, e Irina pasó unas horas en el calabozo acusada de colaborar con el Ejército ucraniano (su marido es militar) luego de tomar algunas fotos en una plaza. Svetlana explica cómo les dieron cierto margen en las primeras concentraciones, hasta que un día los rusos dijeron que ya no más. Irina dice que ella iba hablando por WhatsApp, que hizo ninguna foto, pero una colaboradora prorrusa la denunció, y aunque en el móvil no encontraron nada sospechoso, la encerraron. Salió el mismo día gracias al revuelo en redes sociales y a la mediación de otra colaboradora prorrusa, vecina suya, después de que Svetlana la amenazara con quemarle su casa si no hacía nada.
«El río es ancho y no queda ningún puente en pie, así que no puede haber ninguna operación rápida», cuenta un militar
La fachada del edificio donde viven está salpicada de metralla, y en un garaje del patio interior hay enterrado un misil que impactó el día de Navidad pero que no estalló. De día hacen vida en la superficie, pero pasan las noches en un cuarto que comparten en el sótano del edificio. No son las únicas vecinas que se han instalado allí. A veces, suben a la azotea y ven los proyectiles volar de un lado al otro del río. Son seis pisos de altura, y cuando accedes enseguida hay que ponerse detrás de un muro que hace de parapeto, asomar sólo la cabeza, y quedarse poco rato. Pero el día ha sido tranquilo, y continúa tranquilo en la azotea.

A partir de medianoche la cosa cambia. La habitación del hotel mira al oeste y hay otro piso arriba, así que es relativamente seguro. Las primeras explosiones son más bien lejanas, pero luego los impactos son más cercanos y el estruendo es mayor. Los cristales vibran, suenan las alarmas de los coches, y los perros aúllan. Primero, se mezclan todos los sonidos (bombas, coches y perros), y luego se desvanecen en el mismo orden en que aparecieron, pero de forma más espaciada.
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