Donald Trump: un presidente siempre en guerra, a veces consigo mismo
Nada volverá a ser lo mismo tras Donald John Trump. Iconoclasta y provocador, ha roto todos los hábitos y normas, y ha gobernado siempre a su manera, convirtiendo la Casa Blanca en un gran plató de televisión
Elecciones EE.UU. 2020: todo sobre la carrera a la Casa Blanca, en el Especial ABC

Desde la infancia de Estados Unidos , la presidencia ha transformado a quien la ha ocupado. A algunos, como Ronald Reagan o Franklin Delano Roosevelt , los ha convertido en mitos. A otros, como Richard Nixon , el peso del cargo ... los ha quebrado. Pero nunca, hasta ahora, un solo hombre había cambiado tanto y en tan poco tiempo la institución. Se puede decir que, gane o pierda la reelección el 3 de noviembre, Donald Trump ha roto el molde. Ya nada volverá a ser igual en la Casa Blanca , sea cual sea el resultado.
Hoy, un paseo hasta la sede de la presidencia americana revela esa transformación. La que durante más de dos siglos ha sido la «casa del pueblo», una casona más bien modesta de columnas blancas separada del pueblo por apenas una reja, está rodeada de filas y filas de vallas, vigilada a pie de calle por el Servicio Secreto, uniforme negro y arma en mano. Es un verdadero búnker, digno de un presidente en guerra, como se ha definido no pocas veces Donald John Trump. Guerra contra la pandemia , guerra contra China , guerra contra la inmigración ilegal , guerra contra los demócratas , guerra contra los medios , guerra, a veces, contra todos.
La vida en la Casa Blanca se hace hoy en el patio trasero, en la columnata Truman, desde la que se ve claramente a lo lejos los monumentos a Washington y Jefferson . Ahí no se puede asomar el pueblo, de tan vasto como es el patio y de lo fuerte que es el perímetro de seguridad. Ahí sólo hay invitados, focos y cámaras, para actos producidos al milímetros como un gran espectáculo de telerrealidad, de los mejores, porque en eso el presidente tiene muchas tablas. Ahí Trump se quitó, desafiante, la máscara al volver, aun con coronavirus, del hospital. Ahí presentó a la flamante juez del Supremo Amy Coney Barrett , cuya confirmación es uno de sus mayores logros. Y ahí dio su discurso de aceptación de la candidatura republicana a la reelección en agosto.

Sus enemigos le acusan de ser el primer presidente en la historia en usar la sacrosanta Casa Blanca como un decorado electoral, algo que a Trump le da igual. Como muchos otros líderes antes que él - Margaret Thatcher , Bill Clinton - Trump es un líder al que no le importa tener enemigos. Es más, se crece ante y con ellos, y devuelve siempre el golpe, sea a líderes mundiales como Angela Merkel o a activistas infantiles como Greta Thunberg . Trump, a sus 74 años, tiene brío para rato.
Toda su presidencia ha sido, de hecho, un gran ejercicio de construcción de una imagen, la de un hombre presumido y vigoroso que no sale ninguna mañana de su residencia camino al Ala Oeste , donde trabaja, sin llevar el pelo perfectamente teñido, peinado y colocado; la cara cuidadosamente bronceada; siempre con traje y corbata, aun en los meses más asfixiantes del verano washingtoniano y aun cuando todavía era portador del coronavirus, algo que a miles de personas de su edad les ha costado la vida.
Para Trump la proyección de fuerza -al caminar, al hablar, al estrechar la mano- ha sido una forma también de gobernar y, sobre todo, de hacer diplomacia. El presidente número 45 de la nación incluso se deleita en esa impostura, y en la hemeroteca están sus empujones para ponerse en primera fila en una cumbre de la Alianza Atlántica en 2017, sus larguísimos choques de mano con Emmanuel Macron , sus agrias discusiones con la líder demócrata Nancy Pelosi , sus abruptos mutis en medio de entrevistas que no le gustaban.
Sin filtro ni censura
No es que al presidente no le guste hablar. Lo hace, y mucho. Es tal vez el presidente que más ha hablado de la historia. Ha dado incontables ruedas de prensa, innumerables discursos, y decenas de mítines aun siendo presidente. Cada vez que se sube al helicóptero para hacer un viaje, algo que suele suceder casi a diario, responde a preguntas, sin filtro, sin censuras, sin reparos. En los pasados cuatro años ha hablado horas y horas, en persona y también a través de su red social favorita, Twitter , en la que publica incendiarios mensajes hasta acostarse, al filo de la medianoche, y al despertar, algo que suele hacer en ocasiones antes de las seis de la mañana.
Entre tanta verborrea y provocación, sus mayores gestas pueden quedar en un discreto segundo plano. En ese sentido incluso sus aliados admiten que Trump a veces no tiene mayor enemigo que él mismo.
Muchos republicanos y funcionarios aquí en Washington preferirían que el presidente saliera menos, hablara menos, se centrara en los logros: la muerte del califa Abu Baker Al Bagdadí y el general iraní Qassem Soleimani ; la plena aplicación del embargo cubano; los acuerdos de paz de Emiratos y Baréin con Israel ; el nuevo tratado de libre comercio con México y Canadá ; el pleno empleo antes de la pandemia.
«Impeachment»
Pero esa facilidad de palabra, mezclada con su indiscreción, le han provocado graves problemas a este presidente. Especialmente tortuosa fue una llamada que tuvo en julio de 2019 con el presidente de Ucrania, durante la cual pidió ayuda para averiguar si el hijo del candidato demócrata Joe Biden tenía en su haber negocios sucios en ese país. Trump explicaría después que estaba luchando contra la corrupción. Sus críticos le acusaron de pedir favores políticos a un gobierno extranjero, a cambio de ayudas diplomáticas y militares. Los demócratas abrieron una investigación en el Capitolio y Trump se convirtió en en el tercer presidente en ser recusado en el proceso de «impeachment», el primero del Partido Republicano . El Senado, controlado por su partido, le absolvió, es cierto, pero esa mancha queda para siempre en su biografía.
De todos modos, ni siquiera es ese el momento crítico de la presidencia de Trump. En realidad, su mandato ha quedado para siempre marcado por la pandemia que ha infectado y matado a más personas en EE.UU. que en ningún otro lugar del mundo. Muchos presidentes han pasado por el grave trance de temer por su vida en ejercicio del cargo. Ahí están los tiroteos contra Lincoln , Truman y Kennedy , la gripe española de Wilson , el cáncer de colon de Reagan . De ahí el pánico en que entró Washington hace apenas unas semanas cuando el presidente anunció que tenía el coronavirus y su jefe de gabinete, Mark Meadows , en una imprudencia que pagará tarde o temprano, admitió en un aparte con los medios que la situación era más grave de lo que parecía.

Ese tipo de deslices no los perdona Trump, el presidente que más ministros y altos funcionarios ha despedido o ha visto dimitir en la historia, y está solo en su primer mandato. Francamente, ha sido difícil seguirle el ritmo a esta administración, porque según el instituto Brookings desde que Trump llegó a la Casa Blanca un 94% de esos altos cargos ha sido reemplazado una o más veces, desde puestos de primerísimo nivel, como el fiscal general, hasta meros asesores en el Consejo de Seguridad Nacional . Tampoco es que esto sea una sorpresa, dado que antes de la presidencia, el trabajo de mayor éxito del presidente fue el de presentador de un concurso en el que la frase más repetida era «estás despedido».
En ese sentido, los únicos que han estado junto al presidente en la dicha y la adversidad han sido sus familiares. A pesar de los ríos de tinta escritos sobre la verdad de su matrimonio y sus aventuras con actrices porno , la primera dama ha estado junto a su marido del principio al final, como lo han estado sus hijos y yernos. Todos ellos han renunciado a su sueldo por estar en la Casa Blanca, incluido el presidente, cuyo salario anual debería ser de 400.000 dólares (342.000 euros). Pero a diferencia de muchos predecesores, no ha puesto sus empresas en manos de fideicomisos y sus hijos siguen gestionando su emporio hotelero.
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