El Afganistán talibán dos años después de la toma de Kabul: refugio de yihadistas y jaula para mujeres
El 15 de agosto de 2021 los fundamentalistas tomaron la capital tras la retirada de las tropas de EE.UU.
Washington solo pidió que el país asiático dejará de ser refugio de yihadistas, algo que no se ha cumplido
Afganistán: todos escapan de la mayor crisis humanitaria

Cuando en febrero de 2020 Donald Trump tuvo que justificar ante el mundo el acuerdo de retirada militar de EE.UU. de Afganistán, suscrito en Qatar con los talibanes, el presidente norteamericano dijo con énfasis: «Si las cosas van mal, volveremos con una fuerza ... como nunca antes se había visto».
Hoy se cumplen dos años de la entrada en Kabul de los 'barbudos afganos', solo días después de la salida de los últimos militares norteamericanos, y el mundo se pregunta qué puede ir aún a peor en Afganistán.
Según el informe de 2022 del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, el país registra la mayor cifra de hambruna del planeta. Alrededor del 86 por ciento de sus 42 millones de habitantes carecen de la alimentación necesaria, por una suma de factores externos e internos. Entre los primeros destaca el aislamiento de Afganistán tras el retorno al poder de los talibanes. EE.UU. congeló miles de millones de dólares de los activos que tenía el Banco Central afgano en su país, y el resto de la comunidad internacional se sumó a las sanciones. El frenazo de las ayudas e inversiones extranjeras en Kabul ha sido drástico.
Para colmo de males, el Gobierno islamista prohibió hace meses el trabajo de mujeres afganas en las oenegés que operan en el país, lo que ha generado –según la ONU– que el 94 por ciento de las 150 instituciones internacionales que trabajaban en el sector de la salud y la alimentación hayan cesado sus actividades.
China, gran aliado
Sobre el papel los recursos naturales de Afganistán son inmensos. Tiene petróleo, gas, oro y piedras preciosas. Hoy solo produce carbón, que exporta a su vecino Pakistán. China está en proceso de apertura de minas de cobre y se ha comprometido a ayudar a los talibanes a extraer crudo.
En teoría, el régimen islamista ha puesto fin a la producción y comercio de opio –Afganistán llegó a copar el 80 por ciento del comercio de esa droga– pero existen dudas al respecto. Los beneficios de ese comercio controlado van directamente a los talibanes, que ya vivieron de ese negocio durante sus años de lucha en las montañas.
El golpe de gracia a la economía lo ha dado la imposición radical de la Sharía, la ley islámica, y la segregación gradual pero continua de la mujer en la vida laboral. Algo que, por lo demás, era palmario que llegaría a ocurrir si el movimiento talibán regresaba al poder después de veinte años de ocupación norteamericana.



«Sin mujeres en el trabajo la economía de Afganistán no podrá ponerse en pie», dijo hace poco el informe del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas. El régimen islamista ha prohibido la educación de las niñas –más allá de que aprendan a leer y escribir– a raíz de una lectura radical del Corán que relega a la mujer «a su casa con los hijos». Las afganas no pueden salir solas a la calle, no pueden viajar sin la compañía de un tutor masculino, y la Policía afgana vigila, como en Irán, que todas porten el velo. La crisis económica fuerza también el absentismo escolar de muchos niños varones, que bregan junto a sus familias en la epopeya diaria de conseguir comida.
Nadie puede llamarse a engaño porque todo había sido preanunciado por los propios talibanes, como parte de su ideario fundamentalista.
Mano de hierro talibán
En el haber del régimen reinstaurado hace dos años figuran promesas positivas que sí se han cumplido. Después de dos décadas de violencia sin fin, Afganistán vive un clima de seguridad garantizado por la presencia de las milicias Talibán en todo el país. El régimen vive en gran medida de los impuestos, entre los que destacan los religiosos. Todos los observadores coinciden además en que se ha reducido la corrupción entre los funcionarios.
Dos años de drama humanitario en Afganistán siguen haciendo actual la pregunta: ¿qué ocurrió para que Estados Unidos dejara a su suerte a millones de afganos, entre ellos decenas de miles de colaboradores y sus familias, que no pudieron huir?
Donald Trump había anunciado en su campaña presidencial de 2017 que una de sus promesas era «poner fin a las guerras interminables de Estados Unidos», en una referencia directa a Afganistán. Los rebeldes talibanes ponían en jaque año tras año a las tropas norteamericanas, y los sucesivos gobiernos en Kabul eran incapaces der asegurar por sí solos la seguridad y estabilidad. Lo sorprendente de esa actitud, típicamente republicana, fue que el demócrata Joe Biden la compartió a su llegada a la Casa Blanca; y la sigue manteniendo.

Durante sus dos décadas de ocupación, EE.UU. tuvo 2.400 bajas militares en la lucha contra los rebeldes, una cifra muy pequeña respecto a las que registró el otro bando sin contar las muertes de civiles inocentes. Pero el clima de desesperanza se impuso en Washington, que solo pidió a los talibanes una condición para retirarse: no volver a utilizar su país como cobijo de movimientos yihadistas globales como Al Qaida.
Hace un año, en agosto de 2022, un dron norteamericano mató al líder de Al Qaida, Ayman Al Zawahiri, en Kabul. La acción puso de relieve que Afganistán había vuelto a ser refugio de la 'bestia negra' de Estados Unidos.
A diferencia de la realidad en 2001 los talibanes actúan hoy con más recato. Hace veintidós años, los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos y la presencia de Bin Laden en Afganistán despertaron la furia de la superpotencia, que en solo un mes organizó una coalición, invadió el país y puso en fuga a toda la jerarquía talibán, que se refugió en la frontera con Pakistán.
Dos años después de su salida de Afganistán, los llamados Acuerdos de Doha para la retirada norteamericana siguen siendo un ejemplo perfecto de lo que no debe ser proclamado como 'pacto'. El 29 de enero de 2021, el representante norteamericano se comprometió en las negociaciones de Doha a cumplir un calendario de retirada militar completa en 14 meses, a cambio de que los talibanes se comprometieran tan solo a «negociar la paz» con el régimen existente en Kabul.
En Kabul sin pegar un tiro
Un auténtico brindis al sol desde el primer momento de la firma por ambas partes. Entre febrero de 2020 y agosto de 2021 los talibanes llevaron a cabo una intensa ofensiva militar que les condujo a ir tomando, provincia a provincia, todo el país, para llegar al final del calendario en una situación de fuerza. Cuando Washington cumplió su parte y retiró su último contingente militar, los rebeldes fundamentalistas entraron en Kabul y tomaron la capital sin pegar casi un tiro.
El movimiento talibán –'estudiantes' en lengua pastún– nació en el norte de Pakistán a comienzos de los años 90, tras la retirada de los soviéticos de la vecina Afganistán. En las escuelas religiosas, o madrasas, alimentaron con dinero de Arabia Saudí su ideario islamista, en el que se mezcla una versión radical de la Sharía con el nacionalismo.
En 1998 los talibanes podían presumir de ostentar el control casi absoluto de Afganistán, y comenzaron a implantar un modelo de retorno al islam medieval mucho más vistoso que el de Jomeini. Los hombres fueron «alentados» a dejarse crecer la barba, y las mujeres forzadas a cubrir su cuerpo con el burka. El régimen prohibió la televisión y el cine, que fueron reemplazados por el espectáculo público de la aplicación de las penas de la ley islámica.
A diferencia del Irán chií –el otro modelo mundial de régimen fundamentalista en el poder– los talibanes son musulmanes suníes, la secta mayoritaria de los seguidores del Corán. No comparten, por otro lado, la aspiración de 'guerra santa mundial' que mueve a los dos grandes movimientos yihadistas suníes, Al Qaida y Estado Islámico. El modelo talibán, vinculado en el imaginario mundial al 'burka', el velo integral de la mujer, a las ejecuciones públicas de adúlteros o la amputación de manos de los ladrones, o a la imagen icónica de la destrucción de las estatuas antiguas de los Budas, es 'made in Afganistan', un modelo no exportable. Y por eso, o así lo creen los occidentales, fácil de poner en cuarentena y mirar hacia otro lado ante su drama humanitario.
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