ABC El colapso de Afganistán
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Águilas y palomas

Con la llegada de Obama la política norteamericana vivió un auténtico cambio generacional. Estados Unidos cambiaba de estrategia, provocando el lógico desánimo entre los afganos y los militares estadounidenses. La misión era ya otra y la nueva generaba incredulidad

Florentino Portero

El uso de la fuerza en política internacional es siempre instrumental. Responde a un fin político. Luchamos por algo que merece el sacrificio de la vida. Ese objetivo puede requerir el uso de la fuerza, pero siempre irá más allá de lo estrictamente militar. De ahí que, en más de una ocasión, hayamos recurrido a la imagen del poder como una moneda con dos caras: la diplomacia y la milicia. El embajador y el general son complementarios y están al servicio del político, que es quien, con mayor o menor legitimidad, con mayor o menor acierto, tiene el deber de definir el interés nacional y establecer los objetivos.

En una sociedad democrática es difícil que el gobernante pueda hacer uso de la fuerza si no hay una percepción de amenaza generalizada. Sólo si sentimos que nuestra independencia y/o nuestra libertad está en juego aceptamos el compromiso, con todas sus consecuencias, de actuar violentamente.

Si el objetivo final es siempre político cualquier acción conlleva un difícil ejercicio de coordinación. El militar está formado para ejercer la fuerza. Lo hará defendiendo una posición o asaltándola. Puede, en determinadas circunstancias, suplir al policía garantizando el orden o la seguridad en un entorno determinado. Nos hemos acostumbrado a leer u oír a líderes militares de distintos países afirmar que tal o cual situación «no tiene una solución militar». La afirmación es casi una obviedad en el mayor número de los casos.

En ocasiones hemos asistido a acciones militares concretas para destruir a un grupo guerrillero o terrorista. Una vez localizado sus miembros son eliminados apoyándose en unidades ligeras o en avanzados medios tecnológicos. Son, en realidad, episodios que se enmarcan en un conflicto de mayor extensión. También hemos podido presenciar acciones de castigo. Recordemos bombardeos aprobados por el presidente Clinton o las sucesivas acciones israelíes contra intereses iraníes en Siria. Pero de nuevo nos encontramos ante acciones que sólo tienen sentido en un conflicto de mayor envergadura. En todos estos casos será la diplomacia quien deba administrar los efectos de la acción militar.

¿Castigar o reformar?

Si de acciones esporádicas pasamos a actos de guerra clásicos nos encontramos ante el dilema por excelencia que caracteriza a la clase política occidental. La historia nos proporciona significativos ejemplos de que el uso brutal de la fuerza contra el enemigo, la humillación en la derrota o la imposición de gravosas reparaciones no necesariamente conduce a los objetivos políticos deseados. Es evidente que los aliados no buscaban crear las condiciones socioeconómicas que facilitaran el nacimiento y el auge del nazismo, pero lo hicieron. Las consecuencias fueron terribles para todos. Una guerra mal cerrada puede dar paso a un conflicto de mayores dimensiones. Si entendemos esto comprenderemos el porqué los vencedores de la II Guerra Mundial actuaron en la postguerra de manera tan distinta a como lo hicieron sus predecesores en Versalles. En 1945 la obsesión giraba en torno a la plena reconstrucción, para garantizar la paz y el bienestar.

Reconstruir implica intervenir en los asuntos internos de otro estado, imponiendo determinados criterios políticos. Gracias a esa intromisión Japón es hoy una democracia comprometida con el 'orden liberal'. Gracias a esa injerencia Europa Continental es hoy un conjunto de democracias que, en mayor o menor medida, respetan la dignidad humana y son estados de Derecho. No olvidemos que muchos de esos estados optaron en su momento por dictaduras y, tras el fin de la guerra, los partidos comunistas gozaron de enorme predicamento e influencia. Los amantes de la libertad no eran tantos.

Naturalmente, un compromiso de esta magnitud provoca el lógico recelo de muchos políticos. Recordemos el caso de Donald Rumsfeld en la Guerra de Irak durante la Administración de George W. Bush. Tenía claro lo que quería destruir y los medios necesarios para lograrlo, pero no quería hacerse responsable del día después. Chocó con el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra sobre el número de hombres necesarios y el tiempo dio la razón a este último al ser la fuerza desplegada insuficiente para controlar el país. El golpear y volver a casa es inadmisible para la sociedad occidental contemporánea, que no tolera las imágenes de caos y miseria consiguientes.

Tras la acción militar llega, por lo tanto, el momento de la diplomacia, ordenando la situación política y la reconstrucción económica y social. Técnicos de muy distintas especialidades junto con personal procedente de organismos internacionales y de organizaciones no gubernamentales se hacen presentes y comienzan a actuar. Todo ello requiere de una visión política capaz de armonizar este conjunto de acciones y de un mando sobre el terreno que pueda y sepa organizarlo. Es lo que en su momento se denominó una 'aproximación integral'. No hay que tener una formación especializada para vislumbrar la dificultad que ello implica. Nos encontramos, por lo tanto, ante el meollo del problema: si sólo golpeamos y destruimos generamos una situación inadmisible para nuestros propios conciudadanos, además de estar creando las condiciones para que surja un mal aún mayor. Si nos comprometemos a reconstruir nos embarcamos en una travesía costosa, de larga duración e incierto final.

La segunda opción implica unas exigencias básicas: tiene que haber una voluntad política firme, capaz de sobrevivir a las alternancias partidistas en parlamentos y gobiernos. Esa voluntad tiene que asentarse sobre una opinión pública convencida de la necesidad de la acción y bien informada. Estar en posición de disponer los medios para ejecutarla, lo que implica desde la comprensión del país sobre el que se actúa, a la capacidad para negociar con sus dirigentes y la habilidad para ilusionar a sus ciudadanos hasta reconstruir la economía y los servicios sociales.

A ello hay que sumar la imprescindible 'paciencia estratégica'. Se cosecha lo que se siembra, pero en las acciones humanas el tiempo de espera puede ser, suele ser, mucho mayor que el ciclo agrícola. En estas fechas se habla mucho del tiempo empleado en Afganistán, como justificación del abandono. Desde EE.UU. se recuerda a su propia Administración que más tiempo se empleó en Corea del Sur, con resultados que están a la vista de todos: una democracia consolidada que actúa como uno de los pilares del 'orden liberal' en el Pacífico y una de las naciones vanguardia en tecnología y a la cabeza de los procesos que vienen caracterizando la IV Revolución Industrial. Obvio es decir que de poco vale la paciencia si la siembra no ha sido la adecuada.

El caso afgano

También en estas fechas escuchamos a menudo que no es posible cambiar una sociedad, practicar la denominada 'construcción de naciones'. El argumento suele reforzarse con una apostilla un tanto racista: los afganos son corruptos y tribales, con ellos no es posible construir un estado. La realidad es que si miramos atrás la única constante que encontramos es, como ya nos explicó hace algún tiempo Heráclito de Éfeso, el cambio. Éste puede proceder del entorno propio o del exterior, puede ser más o menos voluntario… Y sí, los afganos son distintos, como todos los pueblos del planeta lo son. El problema es entender su cultura, la lógica de su comportamiento, para poder actuar sobre ellos de manera efectiva.

Afganistán es el tema que nos ocupa, el ejemplo sobre el que debemos reflexionar. El actor fundamental ha sido EE.UU., que decidió intervenir tras los atentados del 11 de septiembre. Si analizamos lo ocurrido desde entonces nos encontramos un primer enfoque clásico, con un compromiso por la reconstrucción. Siguiendo la doctrina antiterrorista se trataba de separar a la etnia pastún del movimiento talibán, aportando las seguridades necesarias para que rechazaran el chantaje violento de los radicales. Al tiempo había que lograr un entendimiento entre los señores de la guerra , los distintos clanes y etnias, para que fueran capaces de colaborar en el marco del estado, garantizando la paz, la libertad y un relativo bienestar. Se ha ironizado mucho sobre la ingenuidad norteamericana por tratar de establecer una democracia en el Hindukush. Tienen muchos defectos, pero no se engañaban sobre lo que se iban a encontrar y sobre los límites de lo posible. No era, por otro lado, un caso aislado. La Administración Bush invadiría Irak para acabar el trabajo realizado tras la liberación de Kuwait y llegaría a plantear una estrategia para la Transformación del Gran Oriente Medio, que contuviera y revertiera los efectos del islamismo.

Política de apariencias

Con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca la política norteamericana vivió un auténtico cambio generacional, dando un paso decidido hacia una comprensión post-moderna del hecho político. La política sería lo que pareciera. El discurso se imponía a la gestión, creando realidades alternativas bien asentadas en las mentalidades colectivas. El buen paño dejaba de venderse en el arca. Obama había legitimado la campaña de Afganistán para poder criticar la invasión de Irak. Sin embargo, cuando tuvo que enfrentarse a la realidad, cuando con sus generales y diplomáticos tuvo que estudiar la complejidad de las operaciones en marcha rechazó de plano el compromiso. Como no quería hacer explícito el abandono jugó con las palabras, el campo de maniobra preferido para los nuevos políticos, subrayando la firme decisión de combatir el terrorismo, pero sin entrometerse más allá de lo necesario en la política interior. EE.UU. ayudaría a consolidar el nuevo estado, pero el protagonismo correspondía a los propios afganos.

EE.UU. cambiaba de estrategia, provocando el lógico desánimo entre los afganos y los propios militares estadounidense. La misión era ya otra y la nueva generaba, sobre todo, incredulidad. Sin un esfuerzo real en favor de la reconstrucción el chantaje terrorista volvería a ser efectivo. Los líderes afganos perdieron la confianza y comenzaron a actuar siguiendo agendas propias.

Los militares de los distintos estados partícipes comparten la frustración por el sacrificio en vidas, familias rotas, esfuerzos, miedo… para nada, por la falta de un liderazgo político coherente. Llueve sobre mojado, porque no es la primera vez que esto ocurre en las últimas décadas. Las razones son evidentes. La población se cansa de campañas que parecen no acabar nunca. Los políticos tratan de agradar a sus electores plegándose a sus demandas o prejuicios. La diplomacia pública del enemigo -insistiendo en el sacrificio vano, en la corrupción e incompetencia de los políticos afganos- funciona. Mientras tanto, el bloque occidental se desintegra, incapaz de defender sus propios ideales e intereses, si es que éstos todavía sobreviven a la marea postmoderna.