Suníes contra chiíes, una historia de dolor
La persecución de la minoría chií por la mayoría suní arranca en 632 tras el cisma de las dos ramas del islam

En los actuales medios de comunicación puede resultar no sólo escandalosa, sino hasta incomprensible, la exhibición (tranquila y con desparpajo) del asesinato en masa de 1.700 prisioneros iraquíes a manos del autotitulado Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), a raíz de la toma de Mosul.
Por descontado que las matanzas de vencidos han sido practicadas en todas las latitudes y por todas las sociedades y ejércitos que disponían de medios para ello, pero esta exhibición de terror –que tampoco es nueva, aunque los «occidentales» solían más bien ocultarlas, disimularlas, o justificarlas, como el lanzamiento de bombas nucleares o los bombardeos sobre Alemania– dentro del islam no es sino la continuación de un largo historial represivo y sangriento en el que los chiíes, por lo general, siempre llevaron la peor parte, asumiendo una historia de sufrimiento –en la cual los sunníes fueron despiadados– y de ofrenda de su sangre en aras de mantener sus creencias.
La fiesta de «Ashurá» (el 10 de muharram del calendario lunar musulmán) rememora la muerte de Husein (el martirio, dicen) en Kerbala a manos de los Omeyas, pero también simboliza el sacrificio que los seguidores de Ali hacen a su comunidad, con sus pavorosas escenas de padres que rajan sus cabezas y las de sus hijos pequeños a sable, mientras las blancas vestiduras de la ocasión se tiñen dramáticamente de rojo. Algo, en el fondo, no muy lejano de nuestros antiguos flagelantes, por fortuna desaparecidos. O casi.
Afianzamiento de la fe
Las crónicas históricas y, por supuesto, las obras de controversia religiosa están repletas de alusiones a la persecución desembozada de las minorías «heterodoxas», en especial en los primeros siglos del islam, cuando el afianzamiento de la fe corría parejo con la consolidación del poder político y sociocultural que iba a dominar en el futuro. Las corrientes minoritarias fueron barridas, sus cabecillas exterminados y sus libros quemados y prohibidos, del todo: Ibnan-Nadim, en su Catálogo, a fines del siglo X, menciona numerosas obras de autores chiíes, ya inexistentes por haberse destruido los manuscritos y haber sido eliminados de los talleres de los copistas.
Los chiíes se esparcieron por el Golfo, la costa siria y el norte de África, constituyendo pequeñas comunidades, con frecuencia clandestinas, que hubieron de refugiarse en la taqiyya o kitmán (ocultación de sus creencias y sentimientos religiosos) a fin de no ser muertos en el acto. Algunos, escindidos del tronco principal de descendientes de Ali, alcanzaron éxito y llegaron a establecer poderes políticos de cierta importancia, como los alauíes de Siria o los fatimíes de Túnez-Egipto, ejerciendo, a su vez, persecuciones esporádicas contra la Sunna mayoritaria.
En todo caso, la repugnancia que muestran los escritores sunníes hacia los arfad («los que rechazan») es infinita y de ella hacen gala, con naturalidad. De ahí los nulos remordimientos, por ejemplo, de los terroristas que en Irak prodigan atentados a ciegas contra mercados, procesiones o cualquier concentración de gentes chiíes, a base de coches-bomba, ataques con morteros o, ahora, ejecuciones en masa.
Como es sabido, el conflicto arranca del pleito sucesorio tras la muerte de Mahoma (632). En unos años se sucedieron las conquistas militares (mucho que repartir, o no), los asesinatos de califas (incluido Ali, apuñalado por un jariyí, antiguo partidario suyo que le acusaba de contemporizar), el arbitraje de Siffin, la usurpación de Mu’awiya, que abrió el islam en canal, el establecimiento de la línea de descendientes de Ali y Fátima, hija de Mahoma, y el desgajamiento –que ya hemos señalado– de seguidores extremistas de algunos de los imanes, o fruto de rivalidades entre hermanos.
Duodecimanos
En la actualidad, los imamíes –como se autodenominan por proclamar la legitimidad de los descendientes de Ali– o itna ‘ashariyya (duodecimanos) constituyen la mayor parte de los chiíes (mayoritarios en Irak y, sobre todo, en Irán desde el siglo XVI) aguardan el regreso del duodécimo imán , el «Esperado» u «Oculto», Muhammad ibn Hasan al-Mahdi , desaparecido circa 874-880 de C. En su profesión de fe (shahada) a la fórmula suní «No hay más dios que Allah y Mahoma es su Enviado» añaden «y Ali es el Amigo de Allah», lo cual, para un suní, es una enormidad que distorsiona por completo el contenido.
En el terreno de la vida cotidiana y la juridicidad agregan unos cuantos tabúes alimentarios más (el del conejo, v.g.) y normas de pureza/impureza aun más cerradas que las de la Sunna (el mero roce con una mujer, o un cristiano, o un animal impuro ya contamina al fiel); por el contrario, son más permisivos con el nikah al-mut’a («matrimonio de placer», de hecho un modo burdo de encubrir la prostitución), etc.
El fanatismo enloquecido de los terroristas del EIIL, junto con la complicada partida de ajedrez que juega Arabia Saudí en Oriente Próximo, han destapado las contradicciones de un Occidente (es decir, EE.UU.) que, falto de convicciones, se limita a probar suerte con las teclas del posibilismo. Y, en medio, entre otras víctimas, se hallan nuevamente los chiíes.
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