PILAR QUIJADA, Martes 26 de febrero de 2008

el sitio de mi recreo

La naturaleza te da tranquilidad y, sobre todo, alegría

Juan Mari Arzak, cocinero, elige... Monte Ulía

Pasa la mayor parte del tiempo en el restaurante, que es «su vida», pero le gusta pasear por zonas cercanas, donde se respira tranquilidad. Como el monte Ulía, que ofrece una hermosa panorámica de la costa y la ciudad.

Los almendros y cerezos de las calles de San Sebastián están ya en flor en los primeros días de febrero y ponen una nota primaveral en una mañana luminosa y cálida de invierno que invita a disfrutar de cualquiera de los espacios naturales donostiarras. El monte Ulía, situado en el extremo oriental de la ciudad, es uno de ellos. Por aquí Juan Mari Arzak, cocinero de renombre universal, pasea cuando tiene ocasión, porque está convencido de que «la naturaleza da tranquilidad y, sobre todo, alegría».

En este monte sopla el viento del noroeste, «que es bastante salvaje. Y eso a mí me resulta reconfortante: el viento en la cara, bien abrigado, viendo el mar... Es un sitio mágico», comenta mientras paseamos por una de las laderas del Ulía que ofrece al caminante una magnífica vista: la playa de Zurriola en primer término y más allá la Concha, con la isla de Santa Clara en medio y los montes Igueldo y Urgull flanqueándola. No es de extrañar que a esta atalaya natural se encaramaran durante siglos los vigías que oteaban el horizonte en busca de ballenas. Una tradición arraigada de la que da fe la inscripción grabada en la Peña del Ballenero que se conserva en el monte.

Situado a diez minutos de su restaurante, Ulía permite a Arzak hacer alguna escapada para sentarse y contemplar el mar. «Fíjate lo bajo que vuelan las gaviotas. Es porque va a hacer buen tiempo», aclara. «A la bahía bajo más, porque está en el centro. Y el sonido del mar es maravilloso. Para los donostiarras, el auténtico mar es el de Sagüés, el de Gross. Y la Concha, la playa del veraneante».

Dice que es aficionado a navegar y que le gusta la vela. «Yo fui el primer windsurfista de San Sebastián. Durante dos años sólo estaba mi tabla. Luego lo dejé. Cuando los demás empiezan, yo lo dejo», comenta con ironía. Además ha practicado pala, tenis, golf y «ahora sólo paseo cuando tengo un rato. También me gusta mucho la fotografía». Se define a sí mismo como polifacético, extrovertido y hablador. «Me considero un cocinero anarco y feliz», dice riendo.

Por los senderos del Ulía, nos cruzamos con tranquilos paseantes y Arzak pone en práctica esa antigua costumbre de saludarlos, aunque no sean conocidos. Pero hoy en día los «auriculares» dificultan esa amistosa tradición. Arzak no se da por vencido, como es de esperar en alguien que ha llegado tan lejos, y al final entabla una animada charla con su sorprendido interlocutor. Dice que la fama no le agobia —«pienso que es de otro del que están hablando»—, al menos en San Sebastián, «porque aquí me ven todos los días. Es distinto cuando salgo fuera».

Otro de los lugares favoritos de Arzak es Chillida Leku, un espacio donde se mezclan arte y naturaleza que prefiere visitar «cuando llueve, con un poco de chirimi y con paraguas, porque Eduardo era así, un hombre de neblina, igual que Gonzalo, su hermano, el pintor». Menciona el Peine de los Vientos, la escultura favorita de Chillida, de la que se acaba de celebrar el treinta aniversario de su colocación en un extremo de la bahía, a los pies del monte Igueldo.

El ambiente apacible y tranquilo de este monte facilita la conversación, en el transcurso de la cual JuanMari Arzak asegura que ve el mundo con ojos de cocinero. Aunque no siempre fue así. En su juventud estuvo a punto de hacerse aparejador, después de estudiar durante ocho años en los Agustinos, en El Escorial, donde llegó a los diez años. «Mi madre me envió allí porque tenía asma y este clima húmedo no me iba bien. Guardo muy buenos recuerdos».

Al acabar el bachillerato, el encuentro casual con un amigo que le habló de la Escuela de Hostelería de Madrid, le hizo decidirse a seguir el oficio de sus padres y sus abuelos maternos. Un oficio que llevaba muy arraigado, porque como explica nació en el restaurante donde ahora trabaja, y «de pequeño vivía allí, en una habitación que daba al comedor».

Asegura que ha sabido convertir su trabajo en pasión y hobby y que por eso no le importa pasar tantas horas en el restaurante —«es mi vida»—. Muchos de sus colaboradores llevan varias décadas con él. Como Antolina —34 años en su cocina— o Paqui —32—. «De ocho que mandan aquí —la cocina— seis son mujeres», dice riendo. Se enorgullece de Mariano Rodríguez, su somelier —el mejor de 2007, como acredita el galardón que acaba de recibir de la Academia Nacional de Gastronomía—, «lleva conmigo 25 años». Un sentimiento que extiende al resto de su equipo: «Es como estar en familia. Nos reunimos y organizamos el trabajo. Yo me encargo de que se cumpla. Cada uno en su parcela sabe mucho. Para mí son imprescindibles, y están entre los mejores del mundo. Me siento muy orgulloso de ellos».

Un tándem perfecto

De su hija Elena dice que le enseñó a evolucionar cuando empezaron a trabajar juntos. «Y yo le enseñé a ella la filosofía de la cocina. En este momento somos un tándem. Aquí no diferenciamos un plato Elena o un plato Juan Mari». Por la cocina corretea ya la que puede ser la quinta generación, los hijos de Elena. Juan Mari Arzak se ríe ante la pregunta de si alguno apunta ya maneras: «¡Si tienen tres años!»

La conversación transcurre en un tono distendido que da pie a ahondar en detalles triviales, como su plato preferido —«un par de huevos fritos con pimientos del piquillo»—, si cocina en su casa —«no cocino mucho, me pongo nervioso porque no hay fuerza en los fuegos, ni tengo los "cacharros" adecuados»—, o sus vacaciones en el balneario de Cestona, donde va un par de veces al año para adelgazar: «Allí lo que hago es andar y no comer, salvo lo imprescindible para subsistir. Y hacer recetas».

Tema obligado es el de sus muchos premios, entre los que destaca «el Nobel de la cocina», las tres estrellas Michelín (1974, 1977 y 1989). Aunque asegura que hay otros también muy especiales, porque son «premios del corazón», como la Medalla de Oro de San Sebastián.

Dice que elaborar platos es un arte, aunque eso sí, efímero: «No es como una escultura o un cuadro que lo haces y ahí quedan. Un plato en quince minutos ha desaparecido. Queda el recuerdo, pero...». No sólo el recuerdo, porque Arzak ha conseguido que algunas de sus elaboraciones —como su pastel de cabracho—, se conviertan en platos tradicionales. Y es que para el principal impulsor de la nueva cocina vasca, lo importante es que «alguno de los nuevos platos que estamos haciendo pase a formar parte de la cocina tradicional. Eso es el éxito».

Éxito que no dudamos tendrá también con la nueva fundación que ha impulsado y preside, Sukal Leku, inaugurada a principios de febrero, «un centro gastronómico de innovación, investigación y desarrollo» que pretende ser un referente mundial, igual que ocurrió con la nueva cocina vasca.

Al atardecer, Zurriola se llena de surfistas que se adentran pacientemente en el mar en espera de una ola que les lleve sobre su tabla hasta la playa. Sólo unos pocos consiguen llegar con éxito.

El monte Ulía alberga un parque público al que acuden multitud de paseantes, entre ellos, Juan Mari Arzak.
Las laderas del Ulía ofrecen al caminante una magnífica vista aérea de la ciudad y de la costa, con la playa de Zurriola en primer término, y más allá la Concha.
Otro de los lugares favoritos de Arzak es Chillida Leku, un espacio donde se mezclan arte y naturaleza, que prefiere visitar cuando llueve.
Atalaya de balleneros
En el Este del litoral donostiarra se alza el monte Ulía. Sus 279 metros ofrecen una magnífica vista aérea de San Sebastián. A tan privilegiada atalaya se puede acceder desde la playa de Zurriola, siguiendo el recorrido del antiguo tranvía que comunicaba Ategorrieta con Ulía. Parada obligatoria es la Peña del Ballenero, roca utilizada durante siglos para avistar cetáceos. El esqueleto de uno de los últimos cazados en estas aguas se conserva en el Aquarium de la ciudad, y los aperos utilizados, en el Museo Naval. Parte del monte se ha destinado a zona recreativa, con magnolios, laureles y laurocerezos formando un tupido dosel vegetal. Aún quedan bosquetes de pino marítimo (P. pinaster). Los brezales-helechales se han abierto paso donde faltan los robles, que se conservan bien en algunas zonas mezclados con fresnos, abedules y arces. Armeria euskadiensis —un endemismo adaptado a la salinidad incluido en el Catálogo Nacional de Especies Amenazadas— puede encontrarse sobre los acantilados, si se toma el camino que lleva al faro de la Plata, adosado a la roca por su fachada norte. Aquí pueden verse las rasas marinas o «playas levantadas», zonas elevadas sobre el mar que antiguamente formaron la costa.