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BIOGRAFÍA del PRÍNCIPE

Por Santiago Castelo

En mis largos años de cronista de la Familia Real, con tantos y tantos actos vividos en su entorno, nunca he visto más feliz al Rey que aquel mes de enero de 1968. El nacimiento de un hijo varón le llenó de una alegría desbordante, inocultable. Sus encuentros con familiares, amigos, con los propios periodistas en la madrileña clínica de Loreto, mostraban a un hombre radiante, pletórico, ocurrente. «A la tercera va la vencida…» exclamaba y sonreía orgulloso por la varonía del heredero. Fueron unos días inolvidables. Aún Don Juan Carlos no era Príncipe de España. Era el Príncipe de Asturias de los monárquicos, con una situación tan delicada como incómoda. Representaba a su padre, el Rey en el exilio, sorteando con discreción y silencios los odios que Don Juan generaba en los ambientes oficiales del franquismo dirigidos por una Prensa falangista ferozmente antimonárquica.


El nacimiento de su heredero le supuso a Don Juan Carlos tal cúmulo de fuerza y esperanza que hizo una apuesta tan valiente como arriesgada. Para ser padrinos de bautismo de Don Felipe nada mejor que seguir los eslabones de la Dinastía: madrina, la Reina Victoria Eugenia, bisabuela del recién nacido; padrino, su abuelo, Don Juan, Jefe de la Casa Real española. Pero los dos estaban en el exilio. La Reina Victoria no había vuelto a España desde abril de 1931. Don Juan vivía desterrado en Estoril, en abierta ruptura con Franco. Organizar aquel bautizo fue un auténtico encaje de bolillos donde se aunaron diplomacia, tensiones, esperanzas, suspicacias, generosidades y cicaterías… De todo hubo.
Pero Don Juan volvió a Madrid. Jaime Miralles y Julita Sangro, en cuya casa de la calle Ponzano se hacían las reuniones clandestinas de «Unión Española», organizaron una expedición improvisada hacia los alrededores de Valmojado. Allí, bajo las estrellas frías del invierno toledano y sobre la vieja carretera que llevaba a Extremadura, un grupo de españoles esperamos la llegada de los Condes de Barcelona. Aún recuerdo la emoción de Don Juan, en medio de la soledad del campo, iluminado débilmente por los faros de los coches, agradeciendo con sus manos el grito unánime y fervoroso de aquel «¡Viva el Rey!» inesperado. Don Juan, que apenas venía con escolta a España, entró en Madrid rodeado de automóviles con banderas nacionales, algarabía de claxons y millares de octavillas con su imagen mientras la policía, desconcertada y atónita, no sabía qué hacer y optó por no hacer nada…


Al día siguiente volvió del exilio la Reina Victoria Eugenia. Resultó tan impresionante el recibimiento en Barajas que el hecho fue detectado tanto dentro de España, nerviosamente, como, expectantes, por las cancillerías extranjeras. Era la primera vez que se veía en Madrid –en casi cuarenta años– tan rotunda afirmación monárquica. Allí, entre los miles de personas que abarrotaban el aeropuerto, la Reina hizo la reverencia a Don Juan en presencia de un Don Juan Carlos emocionado y satisfecho. Tres generaciones de la Familia Real al encuentro con su pueblo y con un niño –cuarta generación– que aseguraba la Dinastía. «No nos han olvidado» susurraba la anciana Reina. «No nos han olvidado». Aquellas pancartas con vítores al Rey en los puentes de la autopista de Barajas, que la policía en un principio no se atrevió a retirar, habían sido confeccionadas en casa de Jaime Miralles con sábanas que habíamos llevado de nuestras casas en una inolvidable noche de clandestinidades… Luego, el besamanos del pueblo madrileño a la Reina Victoria, interminable y emocionante, en el palacio de Liria, donde se alojaba; los paseos de Don Juan por Madrid... Todo era tan increíble y tan exacto. Y, sin embargo, estaba ahí... Se palpaba. Había una sensación aleteante y extraña. Algo estaba cambiando y de qué manera. Era como un pulso en el aire donde no se veían las fuerzas, pero cortaba el aliento.


El bautizo se celebró. Don Juan Carlos y Doña Sofía estaban orgullosos. Se hicieron una fotografía en color con las Infantas niñas y el recién nacido en brazos de su madre con la que obsequiaron a los leales días más tarde. No era una foto más ni había sido un bautizo más. El nacimiento de Don Felipe, aquel enero de 1968, supuso un antes y un después en la historia de la Dinastía que es lo mismo que decir en la historia de España. Un año más tarde, Don Juan Carlos sería nombrado sucesor a título de Rey. Lo demás es bien sabido.

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