
«Gracias a todas las personas que se han sentido apenadas por la muerte de mi hermana pequeña»
En una mañana de carnívoro frío y de voraz lluvia, de espesa niebla y de silenciosa muerte, la Familia Real arropó a la Princesa de Asturias, y a la familia Ortiz Rocasolano, en la desgarrada despedida de su hermana pequeña, Érika Ortiz, que fue incinerada en el Tanatorio de La Paz
ANTONIO ASTORGA
FOTOS IGNACIO GIL y ERNESTO AGUDO
MADRID.
Diluviaba en Madrid cuando a mediodía el coche fúnebre trasladó su cuerpo desde el Instituto Anatómico Forense, y el mismo diluvio universal arreciaba sobre el camposanto de Tres Cantos, su última morada. «Es como si el cielo quisiera llorar también», comentaba una señora al pie de una capilla envuelta en un silencio de crepúsculo.
Era imposible sostener el sosiego. Los deudos que velaban a sus seres queridos en el Tanatorio se asomaban al paso del cortejo para sacar lágrimas de flaqueza, para rezar una oración, para lanzar un beso al cielo, un guiño, un adiós. Era el dolor compartido hacia una familia destrozada por la muerte de un ser querido de casi 32 años y madre de una niña de 6, Carla.
Los Príncipes, desolados
Cuatro minutos antes de las dos de la tarde, la mesnada de cámaras, fotógrafos y periodistas que se remojaba frente a la capilla donde se iba a oficiar el responso giró sus objetivos, que amarraban con escalofriante silencio, hacia el pasillo central. Su Alteza Real el Príncipe de Asturias acababa de detener su vehículo, a unos veinte metros de la entrada. Abre su puerta y rápidamente acude a sostener a la madre de Doña Letizia, Paloma Rocasolano, que viaja junto a su hija.
Don Felipe y Doña Letizia, en su sexto mes de embarazo , aguardan a que se incorpore el abuelo materno de la Princesa de Asturias para dirigirse hacia la capilla. El Príncipe de Asturias extiende su brazo izquierdo hacia el hombro izquierdo de Paloma Rocasolano, que destrozada por el dolor apenas puede levantar sus ojos —protegidos por unas gafas oscuras— del suelo. Doña Letizia se aferra a su abuelo, Francisco, mientras sus lágrimas se confunden con las que el cielo desliza por la comisura de dos enormes paraguas negros. Don Felipe prende uno de ellos, y Doña Letizia el otro, bajo el que se guarecen su madre y su abuelo. El trayecto hacia la capilla, a paso lento, sólo es roto por el chasquido de las cámaras. A su izquierda, y a paso más rápido, el padre de la Princesa de Asturias, Jesús Ortiz, acompaña a su madre, Menchu Álvarez del Valle, a su mujer Ana Togores, y son los primeros en entrar en la iglesia. Detrás de los Príncipes caminan la abuela materna de Doña Letizia, Enriqueta, junto a familiares (como David Rocasolano y su mujer Patricia), y Antonio Vigo, ex pareja de Érika Ortiz, y padre de su hija Carla, acompañado de su madre, y profundamente apenados. Telma Ortiz Rocasolano regresaba desde Filipinas tremendamente entristecida y desolada.
Reverencia de la Princesa al Rey
Pasan ocho minutos de las dos de la tarde en una mañana de carnívoro frío y de voraz lluvia, de espesa niebla y de silente muerte cuando llegan Su Majestad el Rey —a Doña Sofía le fue imposible porque volaba en ese momento desde Jakarta—, y las Infantas Doña Elena y Doña Cristina, acompañadas por sus respectivos maridos, Jaime de Marichalar e Iñaki Urdangarín. La lluvia como el rayo de Miguel Hernández no cesa, mientras en el interior de la capilla, poblada de coronas de flores, principia el responso que oficia el capellán del Palacio de la Zarzuela, Serafín Sedano, en la más estricta intimidad.
A las dos y media de la tarde salen Don Juan Carlos, Don Felipe, Doña Letizia, los Duques de Lugo y los Duques de Palma. El Rey abraza y besa a Doña Letizia, y en ese instante sus lágrimas detienen el tiempo bajo el pórtico de la iglesia. La imagen emociona y conmueve, desgarra y cautiva en dolor a todo el que se asomó a ella. Envuelta en lágrimas, Doña Letizia se funde en besos y abrazos de las Infantas Doña Elena y Doña Cristina, y de Jaime de Marichalar y de Iñaki Urdangarín. Don Felipe se une en otro abrazo interminable con su padre, y Doña Letizia despide a Su Majestad el Rey con una reverencia que no pasó inadvertida. A pesar de las trágicas circunstancias que está viviendo, ayer ejerció de auténtica y verdadera Princesa. Junto a Don Juan Carlos se marchan los Duques de Lugo y los Duques de Palma.
Y en el interior, silencio crepuscular. La familia Ortiz Rocasolano, completamente abatida por el dolor, da el último adiós a Érika Ortiz. Los Príncipes de Asturias regresan a la capilla, al tiempo que una flota de automóviles cerca los alrededores. Cuarenta minutos después de las dos de la tarde sale la familia Ortiz Rocasolano, y se incorpora a los vehículos. Los Príncipes caminan bajo la lluvia a la tribuna de los medios de comunicación.
«Gracias por la comprensión»
Asida al brazo izquierdo de su esposo, Doña Letizia quiere dar las gracias, pero las lágrimas apenas le permiten culminar sus palabras: «Gracias... Gracias a todas las personas que se han sentido apenadas por la muerte de mi hermana pequeña», y rompe a llorar, en un imposible afán de consuelo. Don Felipe le acaricia la mano, Doña Letizia se sujeta a su brazo, y él se dirige a los periodistas: «Gracias por la comprensión de todos, y sentimos el remojón que estáis sufriendo», se disculpa, y regresa hacia su coche. El Príncipe le abre la puerta delantera a su esposa, y toma el volante. A diez metros de distancia, una mujer les dice adiós, y prorrumpe a llorar. Se vuelve al tanatorio, y comparte el dolor. «Mire, ¡es el cielo, que también quiere llorar!», nos confirma la señora que sigue al pie de la capilla. Y la lluvia empieza a dormirse.
La causa oficial de la muerte de Érika Ortiz ha sido una «parada cardiovascular», según se confirmó ayer, aunque los resultados definitivos de la autopsia no se conocerán hasta dentro de quince días. La familia se plantea trasladar sus restos a Asturias.
Como sostenía González-Ruano, el gran César del Periodismo, nadie muere si vivió de veras, «la inmortalidad es memoria, temblor de primavera ausente en el invierno del recuerdo, o sea, “milagro”». Paloma Rocasolano y sus tres hijas, Letizia, Telma y Érika, eran uña y carne, ya mortal y rosa.