Sexo en la Edad Media: los errores históricos que siempre has creído sobre las prostitutas y los burdeles
Los prostíbulos, vistos como una forma de desfogar los bajos instintos de la población, estaban en cada rincón de Europa, producían mucho dinero y, aunque se suele insistir en lo contrario, eran bastante limpios para la época
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La Europa de la Edad Media mantuvo una relación de amor y odio con la prostitución. Por un lado, la veían como un remedio práctico para que los jóvenes desfogaran sus más bajos instintos. «Entendían que los hombres no podían contenerse, y se prefería que acudieran al prostíbulo a que molestaran a las mujeres de bien», explica a ABC el historiador Javier Traité, autor de 'El olor de la Edad Media' (Ático de los Libros). Por otro, sentían repugnancia hacia ella y les incomodaba por mil y una causas. Basta con leer la queja que los vecinos de Praga elevaron a los tribunales en el siglo XIV sobre un burdel: «Es un lugar en el que no hay año sin que maten a uno o más hombres».
Sin embargo, y durante siglos, los prostíbulos fueron otro establecimiento más en las ciudades y en los pueblos; daba igual grandes que pequeños. Desde el colosal burdel de Valencia, que atraía a gentes de toda Europa, hasta la pequeña 'Casa de Pedro Rascacii' en Uzés, Francia. Y también lo es que, entre sus muros, las meretrices padecían todo tipo de desventuras.
Prostíbulos: la cara
Es cierto que la imagen negativa de esta práctica impulsó los esfuerzos por controlarla. La medievalista Katherine Harvey, sin embargo, sostiene en el ensayo 'Los fuegos de la lujuria' (Ático de los Libros) que muchos burdeles emulaban a los salones cortesanos con el objetivo de aumentar su fama. En su interior primaban las fiestas, las copas y los bailes. Además, las habitaciones estaban decoradas de forma vistosa y hasta contaban con calefacción. Y vayan por delante los ejemplos. Cuando en 1396 se realizó el inventario de 'Le Paon', un gran prostíbulo ubicado en los Países Bajos, el edificio era una suerte de palacio de los bajos fondos. «El edificio tenía baños calientes, una cocina bien equipada y, al menos, seis habitaciones repartidas en tres plantas», desvela la experta.
Otro tanto sucedía con las prostitutas. Una buena parte de ellas empezaban a ejercer al final de la adolescencia y pocas permanecían en los burdeles públicos más allá de los treinta años. Este hábito provocó cierta idealización de las chicas. «El estereotipo empezó a ser el de una mujer joven y soltera», añade Harvey. Autores de la época como Antonio Beccadelli ayudaron a impulsar esta imagen en 'El hermafrodito', publicado en el siglo XV: «En el agradable burdel de Florencia conocerás a la dulce Elena, a la rubia Matilde. Verás a Gianetta seguida de su perrito. Luego vendrá Clodia con sus pechos desnudos cubiertos de pintura. Clodia, una muchacha cuyas caricias no tienen precio».
Traité sigue en parte la estela marcada por Harvey. A través del teléfono, el historiador confirma a este diario que, aunque dependía del barrio en el que se asentasen, por lo general los prostíbulos contaban con una higiene cuidada; al menos, para la época. «No eran un sitio horrendo. En la Edad Media estaban convencidos de que no debían estar rodeados de suciedad para mantenerse sanos. Para ellos, el burdel era otro lugar común», sostiene. Y, como su colega, pone ejemplos: «Había cuidado hasta con el lugar en el que se ubicaban. El prostíbulo de Valencia, por ejemplo, se situó en una zona donde los vientos no llevaran el hedor de la enfermedad a la ciudad». Era parte de aquella idea religiosa que mezclaba los efluvios con el pecado.
El experto español añade que había regiones y países en los que «las prostitutas tenían acceso a las casas de baños determinados días a la semana para que las mujeres se limpiasen». Y, fuera de nuestro país, en regiones como Francia o Inglaterra, también ejercían en estas instalaciones. «Ojo, no es que fueran burdeles como tal, pero, si tenían dos pisos y camas, podían llevar a cabo su labor allí», insiste. Ocurrió al sur de Londres, y en los Países Bajos. «En estos últimos, los diferenciaban entre 'honestos' y 'deshonestos' para que las mujeres y los clientes supieran a cuál debían acudir para mantener –o no– relaciones sexuales», finaliza.
La cruz del sexo en los burdeles
Pero no todo era felicidad en los prostíbulos de la Edad Media. Harvey también señala que, en la práctica, muchas chicas se daban a este trabajo porque no les quedaba otra opción. En el 'Libro del caballero de la torre', un conjunto de consejos para mujeres de finales del siglo XIV, se afirmaba que no pocas de ellas «pecan solo a causa de la pobreza o porque los malos consejos de rameras y mujeres malvadas las han engañado». Lo más habitual era lo primero. Las principales causas eran haber tomado malas decisiones en la vida –como una tal Catherine, que acabó en el burdel de Aviñón por fugarse con un proxeneta– o haber sido víctima de barbaridades que las empujaban a la prostitución –desde violaciones, hasta deudas–.
Traité añade que una de las causas más comunes era la falta de dinero. Aunque derriba mitos en este sentido: «No pensamos en esta práctica de forma adecuada. Para nosotros es una categoría muy cerrada: una prostituta es una persona que trabaja a tiempo completo. Pero en la Edad Media no sucedía esto. Podía haber una mujer, madre de familia, que, en un año de hambruna se prostituyera de forma ocasional. Así sacaba un dinero. Luego se confesaba y seguía con su vida. Los baches de la vida les llevaban a ello». Con todo es partidario de que este tipo de chicas eran más autónomas y trabajan en otros lugares: cementerios, iglesias... «Cualquier lugar que estuviera oscuro», completa el experto.
Las prostitutas también se hallaban indefensas ante los responsables de los burdeles, ya fueran hombres o mujeres –se dieron ambos casos–. Según Harvey, «tendían a maltratar a sus trabajadoras», como bien demostró una investigación criminal realizada en 1471 sobre el prostíbulo de Nördlingen. «Los problemas salieron a la luz cuando una de las prostitutas, Els von Eystett, fue obligada a abortar, hecho que suscitó rumores que las autoridades estudiaron», desvela la experta. Varias se quejaron de que recibían palizas y las obligaban a ver a los clientes en horas intempestivas. A su vez, se descubrió que las cobraban de más por necesidades básicas como comida y bebida, y apenas las dejaban salir del lugar.
La parte positiva es que, hacia finales de la Edad Media, en Europa creció la preocupación por el trato vejatorio que recibían las prostitutas. En particular, se puso el foco sobre las condiciones de trabajo y la explotación laboral. Como conclusión, se introdujeron nuevas normativas en un esfuerzo por atajar estos problemas y permitir que cualquiera de las chicas abandonara su trabajo si así lo deseaba. Con todo, algunos territorios mantuvieron sus prácticas habituales. «En muchas ciudades, los burdeles estaban autorizados a imponer castigos físicos a las meretrices y a solicitar su encarcelamiento, a menudo, por deudas», completa la historiadora. Así, podían ser golpeadas con un leño o recibir latigazos.
Pero la violencia no era solo cosa de los dueños de los burdeles. Las crónicas dan testimonio de una infinidad de ocasiones en las que los clientes desataron toda su barbarie contra estas mujeres. En 1299, por ejemplo, el juez de instrucción de Oxford investigó la muerte de una de meretriz y declaró que había sido apuñalada hasta la muerte. Casi dos siglos después, en 1450, los tribunales dejaron constancia de otro tipo de violencia acontecida en el burdel de la ciudad: «Él obtuvo placer de ella y la mantuvo debajo de sí cerca de una hora; y él la agotó y la hizo trabajar tanto que ya no pudo hacer más, y ella se dejó caer al lado de la cama porque este trabajo la agotaba en exceso».
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El origen de la prostitución legalizada hay que buscarlo a mediados del siglo XIV. La medida buscaba controlar un oficio que la sociedad y las instituciones medievales consideraban impuro y encerrar entre sus muros a las mujeres de vida airada para alejarlas de las calles. Una idea que corrobora, por ejemplo, una ordenanza murciana de 1444, año en que la urbe fundó su mancebía: «Mandamos que todas las malas mujeres rameras […] salgan de la ciudad de entre las buenas mujeres e se vayan al burdel».
Aunque lo que llevó a estamentos como el religioso a aceptar la prostitución no fue solo eso, sino también la necesidad de controlar los impulsos de los jóvenes más alocados. Así, las meretrices ejercían un rol social al canalizar la violencia sexual para que no se ejerciese contra las mujeres honradas. Bajo estas premisas nació la prostitución pública (llamada así por ser legal, y no por estar sufragada por el Estado) en torno a la figura del burdel. Mes va, año viene, diferentes ciudades inauguraron sus mancebías tras expulsar de las calles y tabernas a las prostitutas. Sevilla en 1337, Murcia en 1444 o Barcelona en 1448 son solo algunos ejemplos.
A la par, brotó a su vez la prostitución clandestina. Aquella que estaba al margen de la ley, que era perseguida por la justicia a golpe de sanción económica o azotes y que fue protagonizada por otras muchas meretrices que se negaron a dejar sus antiguas zonas de trabajo. Sobre estos mimbres se elevaría el prostíbulo más grande de Europa: el inaugurado en Valencia.
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