La tensa llamada al general Mola para que detuviera el golpe de Estado de 1936: «No puedo, me matarían»
El presidente de la República, Diego Martínez Barrio, estuvo en el cargó apenas una hora en la que su propósito principal fue convencer a los militares golpistas de que no iniciaran la Guerra Civil
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![Franco (izquierda), Mola y Martínez Barrio (derecha), en un montaje con una imagen de la batalla del Jarama](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/historia/2025/02/10/llamada-mola-Guerra-Civil-RfJOuauoHkDSZCLzPCtnVAP-1200x840@diario_abc.jpg)
«¿Por qué lo han hecho? ¿Para qué lo han hecho?», se preguntaba desesperado Diego Martínez Barrio cuando recibió la noticia de que la Guerra Civil había estallado. En ese momento era el presidente de las Cortes y, a pesar de la tensión que se vivía desde hacía meses en el panorama político español, no entendía qué había llevado a aquel grupo de generales descontentos a levantarse contra un régimen legítimo y democrático como aquel, que llevaba solo cinco años en pie y que se derrumbaba ahora, frente a sus ojos, como un castillo de naipes. Estaba furioso, como refleja lo que dijo a continuación, según el testimonio recogido por el periodista Antonio Alonso Baños en su biografía del político, publicada en 1978:
«Los designios son tan notorios y el propósito tan evidente que solo los ciegos de entendimiento o malicia pueden negarlo. Simplemente se trata de sustituir la voluntad general del pueblo entero por la de una clase social deseosa de perpetuar sus privilegios. Ni amor a España, ni inquietud por el cuerpo de la Patria, ni temores por su desmembración, ni zozobra por el desarrollo de su economía. Nada de lo que se ha dicho y propagado es el verdadero origen de la revuelta. Se disfrazan con frases sonoras los propósitos para encubrir la turbia e inconfundible realidad».
Todavía conmocionado, a Martínez Barrio no se le pasó por la cabeza que pudiera producirse la llamada que iba a recibir al día siguiente del presidente de la República, Manuel Azaña, en la que le pedía que formara un Gobierno de conciliación nacional para librar al país del horror de la guerra; un intento desesperado de evitar que España sufriera un nuevo derramamiento de sangre como los vividos en Cuba y Marruecos, hacía no tanto, pero esta vez entre hermanos y vecinos. No hay que olvidar que habían transcurrido solo quince años desde que se produjera el desastre de Annual, con sus más de diez mil muertos y su profunda crisis posterior, que afectó al país durante años.
Cinco días antes, cuando se conoció la noticia del secuestro de José Calvo Sotelo, y antes de que se supiera que había sido asesinado, Martínez Barrio pensó primero que se trataba de una detención ordenada por el presidente, Santiago Casares Quiroga, para silenciar las críticas al ejército y rebajar el nivel de violencia en las calles. Sabía que esa forma de actuar era muy propia del Gobierno, pues él mismo había sido ministro de varias carteras durante la Segunda República y hasta presidente en 1933, aunque solo hubiera ejercido durante dos meses. Esta vez, sin embargo, se equivocaba.
«Un poco malhumorado»
El trágico desenlace salió a la luz poco después y Martínez Barrio, como presidente de las Cortes, llamó a su homólogo en el Ejecutivo para advertirle de que debía suspender la sesión ordinaria que estaba previsto celebrar al día siguiente, 14 de julio. En un principio este se opuso, pero a las pocas horas cedió «un poco malhumorado», según apuntaba Martínez Barrio en sus memorias. Al parecer, Casares Quiroga se convenció de que el crimen iba a desembocar en una crisis mucho más grave y no podía quedarse de brazos cruzados. No solo por el homicidio de un diputado elegido por el pueblo, sino porque, en concreto, no era un diputado cualquiera. Durante los meses anteriores, Calvo Sotelo se había convertido en el principal ariete de las críticas conservadoras contra su Gobierno, generando una animadversión entre ambos que había quedado de manifiesto varias veces en el Congreso.
Para Casares Quiroga era evidente que el asesinado estaba enterado de la sublevación, a pesar de lo cual había mostrado una indecisión tremenda a la hora de aplacarla, como le correspondía a un presidente del Gobierno. Además, había recibido unas cuantas señales y no había hecho nada al respecto. Aquello había dejado su credibilidad por los suelos y mermado también el crédito de Azaña como jefe de Estado. El diputado liberal Manuel Portela Valladares, que había sido también presidente del Consejo de Ministros, fue más allá y aludió directamente a la responsabilidad personal de Casares en la comisión del crimen:
«La noticia causó en toda España enorme conmoción; mezcla de sobrecogimiento, de consternación, y de furor de guerra. Nos sentíamos arrastrados en el vórtice de un ciclón. El Presidente del Gobierno [Casares Quiroga] no quiso ver la hinchada riada que amenazaba llevarse todo por delante. Continuó en su puesto, desafiante, desdeñando la catástrofe, sin preocuparse más que de huir de la sesión de Cortes en que se ventilaría su responsabilidad por acción u omisión, con aquellos subordinados suyos autores del crimen».
La primera llamada
El caos y la confusión eran tan grandes que Azaña se puso manos a la obra tan rápido como pudo. La primera llamada a Martínez Barrio se produjo al día siguiente de tener conocimiento del famoso magnicidio. Le pidió que fuera al palacio de El Pardo, donde estaba su residencia oficial, para mantener una reunión urgente sobre lo acontecido. La impresión que se llevó el presidente de las Cortes sobre cómo fue recibido no dejaba lugar al optimismo. «Era un hombre consternado que buscaba apoyos en todos aquellos lugares donde pudiera encontrarlo», comentó.
De la conversación que mantuvieron se deduce que la decisión de sustituir a Casares Quiroga ya estaba tomada, pero tardó unos cuantos días en hacerla efectiva. Azaña le comunicó que el presidente del Gobierno ya le había presentado su dimisión poco después del mencionado asesinato, pero que no la había aceptado. Se justificó argumentando que no era un buen momento, y no porque no estuviese de acuerdo en que debía marcharse, sino porque le daría la razón a todos sus críticos. Y concluyó: «Sé que debo cambiarlo y lo sustituiré, pero hay que esperar. Si aceptara su dimisión ahora, sería como entregar su honor a la maledicencia que le acusa. No es posible que salga del poder empujado por el asesinato de Calvo Sotelo». La reunión se había producido en el más absoluto secreto.
La mañana del miércoles 15 se abrió la sesión de la Diputación Permanente de las Cortes, la primera después de la muerte de Calvo Sotelo. El objetivo era decidir si se derogaba o se prolongaba el estado de alarma ante la gravedad de lo ocurrido, pero acabó convirtiéndose en un debate sobre las consecuencias políticas del crimen. Casares Quiroga no asistió, para sorpresa de todos los presentes, quienes entendían que las alusiones a su implicación directa en los hechos eran lo bastante graves como para que no se encontrara allí. El desplante fue aprovechado por Gil-Robles —líder en solitario de la derecha tras la muerte de Calvo Sotelo— para atacar al todavía presidente del Gobierno y centrar el debate en la cuestión que estaba en boca de todos: ¿quién debería ser su sustituto?
El nuevo presidente
Resulta difícil comprender la razón por la que Azaña esperó hasta la noche del 18 al 19 de julio para nombrar al nuevo presidente, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayoría de los diputados del Congreso ya lo habían solicitado de manera contundente. Y, además, él ya había manifestado ese mismo deseo en sus reuniones privadas. Lo único que cabe pensar es que todavía no se había decidido por nadie, aunque era evidente que las diferencias entre él y Casares Quiroga eran insalvables. Quedó de manifiesto en la reunión que ambos mantuvieron en El Pardo la tarde del 17 de julio, cuando tuvieron noticia de la insurrección militar.
Así describe este encuentro el secretario personal de Azaña, Santos Martínez Saura, en sus memorias:
«Llegamos al palacio con don Manuel y de inmediato aparecen en escena Casares y los jefes de los partidos políticos afectos al régimen. La reunión del presidente del Gobierno con el jefe de Estado ha sido más bien fría, a pesar del afecto y la amistad que los unen. Han debido salir a relucir, sin duda, advertencias y temores que este último le había expresado en audiencias anteriores, pues en varias ocasiones le oí lamentarse de que aún no se hubiesen tomado más precauciones ante los insistentes rumores que corrían del inminente golpe de Estado. Advertencias que, sin duda, molestaron a don Santiago, pues hacía tiempo que venía espaciando más de lo que acostumbraba sus despachos con Azaña.
A partir de ese momento todo se aceleró. El 18 de julio al mediodía, la política de silencio informativo que había intentado mantener el Gobierno se vino abajo. Con la sublevación ya en marcha y en boca de todos, ambos bandos comenzaron a publicar sus primeras notas de prensa para informar, según sus intereses, de cómo transcurrían los primeros compases de la rebelión militar. Entre las 17.30 y las 18.30 tuvo lugar una reunión del Consejo de Ministros en el Ministerio de la Guerra, presidida por Casares Quiroga. Así fue plasmada por uno de los presentes, el vicesecretario general del PSOE, Juan Simeón Vidarte:
«Casares está derrumbado en su butaca. Con los ojos hundidos hasta parecer casi imperceptibles, nos mira fijamente, sin articular palabra. La mesa está llena de papeles en desorden y de teléfonos descolgados. Sobre el suelo veo uno de ellos tirado y con el cable roto. Cordero y yo nos hemos quedado de pie frente a él, sin acertar a pronunciar palabra. En ese momento, Casares dice: '¿Qué quieren ustedes que les diga? Toda España está sublevada. Llamo a los cuarteles y nadie me responde. Ya no nos queda más salida que morir cada uno en su puesto... Entiéndanse ustedes con mi sucesor. ¡Quién sabe si serán ustedes mismos! Yo he dimitido. Hace dos horas se lo he dicho al presidente de la República'».
Martínez Barrios
Desde que acabó la reunión hasta las 22.00 horas, se difundieron cinco notas oficiales más. En ese momento, Azaña ya tenía pensado quién sería el sustituto de Casares: Martínez Barrio; una decisión motivada no solo por la urgencia del golpe de Estado, sino porque se negaba a elegir a alguno de los candidatos socialistas, todos a favor de entregar las armas al pueblo para que se defendiera por su cuenta. El nuevo presidente, contrario a esa medida, recibió la noticia al caer la noche, junto con los términos exactos del encargo: «Azaña quería que formara un ministerio donde estuvieran representadas las fuerzas políticas y sociales afectas a la República, con la exclusión de Acción Popular y Lliga Catalana, por la derecha, y los comunistas, por la izquierda». La decisión estaba pensada para contentar a los militares rebeldes y que las aguas volvieran a su cauce.
El traspaso de poderes se negoció a varias bandas durante la madrugada del 18 al 19 de julio en el Ministerio de la Guerra. Acudieron Martínez Barrio, Casares Quiroga y Azaña, además de los miembros del Gobierno y las ejecutivas del PSOE y la UGT; es decir, las dos cabezas visibles del socialismo, Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero. La sensación que dejó el presidente saliente fue descrita una vez más por Vidarte:
«Casares Quiroga estaba deshecho y nos ha confesado claramente que no tenía medios para resistir la sublevación. Nos ha referido las visitas que había hecho pidiendo que se armase al pueblo. Largo Caballero ha dicho que era de la misma opinión y que, puesto que el Gobierno no se comprometía a acabar con los sublevados, no había otra solución que entregarle el poder al pueblo para que este defendiese a la República».
Azaña eligió precisamente a Martínez Barrio para que escogiera la vía del diálogo, aunque no tenía mucho tiempo. Así que, sin perder un minuto, pronunció un discurso radiofónico como nuevo presidente en el que exigió a los sublevados que regresaran a la obediencia y, poco después de las cuatro de la madrugada, inició una ronda de llamadas telefónicas para saber hasta dónde había llegado la rebelión y, sobre todo, convencer a los mandos más indecisos. El primero de estos últimos fue Miguel Cabanellas, jefe de la V División, que se encontraba en Zaragoza y era masón como él, pero no consiguió que le garantizara su lealtad. La siguiente llamada fue a Domingo Batet, general de la VI División, en Burgos, y fiel a la República, quien le comunicó que la autoridad en esa zona no estaba en sus manos, sino en las de Emilio Mola, gobernador militar de Pamplona.
El momento decisivo
La cosa no empezó muy bien, aunque en las siguientes comunicaciones logró que Fernando Martínez-Monje, jefe de la III División de Valencia, Toribio Martínez Cabrera, gobernador militar de Cartagena, y Luis Castelló, general de Badajoz, le juraran fidelidad absoluta. En ese momento decidió no ponerse en contacto con el coronel Antonio Aranda, gobernador militar de Asturias, ni con el general Francisco Patxot, gobernador militar de Málaga, pues estaba convencido de que ninguno de los dos participaría jamás en un golpe de Estado contra la República. Animado por los pequeños avances, optó por llamar al general Mola, que iba a ser, sin lugar a dudas, la conversación más relevante de todas. Discurrió así:
—Mola: ¿Don Diego Martínez Barrio? Le escucho respetuosamente.
—Martínez Barrio: General, he sido encargado de formar Gobierno y he aceptado. Al hacerlo me mueve una sola consideración: la de evitar los horrores de la guerra civil que ha empezado a desencadenarse. Usted, por su historia y por su posición, puede contribuir a esta tarea. Desconozco las ideas políticas de los generales, entre ellos usted, que están al frente del ejército. Supongo que, por encima de cualquier estímulo, colocan ustedes su amor a España y el cumplimiento de su deber militar. En esta confianza me dirijo a usted, para invitarle a que la tropa a sus órdenes se sostenga dentro de la más estricta disciplina y bajo la obediencia de mi Gobierno.
—Mola: Agradezco a usted mucho, señor Martínez Barrio, las palabras lisonjeras e inmerecidas que le inspiran mi condición y mis servicios. Con la misma cortesía y nobleza con que usted me habla, voy a contestarle. El Gobierno que usted tiene el encargo de formar no pasará de intento. Y si llega a constituirse, durará poco, y antes que remedio, habrá servido para empeorar la situación.
—Martínez Barrio: Habría de tener las mismas desconfianzas que usted, que no las tengo, y la conveniencia general me impondría el deber de aceptar la tarea. Lo que pido a todos es que como yo cumplo el mío, cumplan el suyo. España quiere tranquilidad, orden, concordia. Cuando pasen las horas de fiebre, el país agradecerá a sus hombres representativos que le hayan evitado un largo periodo de horror.
—Mola: No lo dudo. Pero yo veo el porvenir de distinta manera. Con el Frente Popular vigente, con los partidos activos, con las Cortes abiertas, no hay, no puede haber y no habrá Gobierno alguno capaz de restablecer la paz social, garantizar el orden público y reintegrar a España su tranquilidad.
—Martínez Barrio: Con las Cortes abiertas y el funcionamiento normal de todas las instituciones de la República, estoy yo dispuesto a conseguir lo que usted cree imposible. Pero el intento necesita de la obediencia de los cuerpos armados. Esa es la que pido y la que intentaré imponer cuando esté en el poder. Espero que en este camino no me falte su concurso.
—Mola: No, no es posible, señor Martínez Barrio.
—Martínez Barrio: ¿Mide usted bien la responsabilidad que contrae?
—Mola: Sí, pero ya no puedo volver atrás. Estoy a las órdenes de mi general don Francisco Franco y me debo a los bravos navarros que se han puesto a mi servicio. Si quisiera hacer otra cosa, me matarían. Claro que no es la muerte lo que me arredra, sino la ineficacia del nuevo gesto y mi convicción. Es tarde, muy tarde.
—Martínez Barrio: No insisto más. Lamento su conducta que tantos males ha de acarrear a la patria y tan pocos laureles a su fama.
—Mola: ¡Qué le vamos a hacer! Es tarde, muy tarde.
El Ministerio de la Guerra
Por esta llamada, Martínez Barrio fue acusado de ofrecer a Mola el Ministerio de la Guerra, aunque nunca se ha confirmado. Algunos historiadores, como Juan María Gómez y Hugh Thomas, sostienen que la oferta existió. También el periodista Rafael Fernández de Castro, citado por Gil-Robles como el hombre que mejor contó dicha conversación, quien aseguró: «Sí que llegó a proponerle un puesto en el nuevo Gobierno que Azaña, temeroso y desconcertado, se proponía formar». Y José María Iribarren, secretario personal de Mola, que aseguró que «Martínez Barrio le prometió un cambio de política, un viraje hacia la derecha y un Gobierno de orden en el que el general sería ministro de la Guerra, con la única condición de que este depusiese las armas de inmediato».
El general Mola, por su parte, nunca declaró que le hubieran ofrecido un cargo. Y en la misma línea se expresó el otro protagonista de la llamada, Martínez Barrio. El historiador Robert A. Friedlander, catedrático de la Universidad de Northwestern (Estados Unidos), le envió una carta, en junio de 1961, preguntándole por dicho episodio. Este le contestó nueve días después: «Es una fábula. Hablé telefónicamente con el general Mola cuando fui encargado de formar Gobierno, pidiéndole que volviera a la disciplina y a la obediencia de la República».
Tras la ronda de llamadas, que duró apenas una hora, Martínez Barrio presentó su dimisión convencido de que la tarea que le habían encomendado era imposible. Sobre todo si tenemos en cuenta que su triunfo dependía de una conversación con un general como Mola, que opinaba esto de la Segunda República: «Fue engendrada con pecado de traición, nació raquítica, contrahecha y espúrea. Más que un parto fue un aborto y, como aborto, tenía que perecer». A pesar de la dificultad y de las multitudinarias manifestaciones que se celebraron en Madrid enla mañana del 19 de julio contra el nuevo Gobierno, Azaña rechazó en un primer momento la renuncia de su presidente. Este, sin embargo, no cedió y la calificó de «inmodificable». Parece ser que con sesenta minutos había tenido suficiente... y España ya se precipitaba hacia el abismo.
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