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Todo para Madrid: la reforma que consolidó el poder del Gobierno central contra el 'caos' de las otras regiones

Antes de 1833, las órdenes dictadas por el Gobierno central eran mucho más difíciles de transmitir e imponer que ahora, hasta que se puso en marcha una de las reformas más importantes de la historia de nuestro país en los últimos siglos

La aldea española ubicada en el interior de Francia que resiste los ataques de París desde hace tres siglos

Imagen de Fernando VII sobre un mapa de España ABC
Israel Viana

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La descentralización de España y de los poderes que el Gobierno central otorga a los gobiernos de las comunidades autónomas sigue siendo un asunto espinoso. Especialmente, con aquellas regiones que tienen aspiraciones independentistas. Prueba de ello es, en parte, el actual debate sobre la nueva financiación que el ejecutivo de Pedro Sánchez quiere establecer para Cataluña, y que tantas críticas ha generado entre los partidos de la oposición y de algunos miembros del PSOE.

La semana pasado, Salvador Illa presentó en el Parlamento de Cataluña las líneas generales de la política de su Govern para los próximos años, reivindicando los acuerdos firmados con ERC y los comunes. Básicamente, el presidente catalán anunció que la Generalitat tendrá una nueva financiación tal y como figura en el pacto de investidura suscrito con ERC: el famosos concierto económico. En esta línea, se comprometió una vez más a llevar a cabo esta reforma descentralizadora que supondrá que Cataluña recaude todos los impuestos, los propios y los del Estado, y que luego se aporte una cantidad en concepto de «solidaridad» para el resto de las autonomías.

El querer asumir cada vez más poder y más competencias no es un problema nuevo para los presidentes que han ocupado la Moncloa en las últimas décadas, pero tampoco para la mayoría de los Reyes de España que han ocupado el trono casi desde los Reyes Católicos. Hace una década, por ejemplo, el diputado de ERC, Joan Tardà, declaró en TVE: «Cuando logremos que se proclame la república de Cataluña, seguiremos viniendo al Parlamento español porque hay dos territorios que seguirán siendo territorio del Estado español: el País Valencià y Baleares, que forman parte de los Países Catalanes».

Hace cinco años también se reflejó en la prensa cierto temor a que Bildu impusiera al PSOE la anexión de Navarra al País Vasco. «Si en la próxima legislatura se consolida una alianza entre la izquierda y el independentismo separatista, en los siguientes cuatro años España puede dejar de ser España y Navarra puede dejar de ser Navarra», aseguraba el entonces presidente del Partido Popular, Pablo Casado. El tema, sin embargo, no es nuevo. Antes de 1833, la cuestión territorial era mucho más caótica, de manera que las órdenes dictadas por el Gobierno central no eran fáciles de transmitir y mucho menos de imponer.

Eficacia y rapidez

Para eso tuvo aparecer en escena el ministro de Fomento, Javier de Burgos, que en octubre de 1833 recibió el encargo de uniformar y centralizar el Estado, con el objetivo de facilitar la labor de Gobierno central con respecto al resto de regiones españoles, para que todas las medidas se pusieran en marcha de manera más rápida y eficaz. Este ambicioso plan de reformas, tanto políticas como administrativas, fueron promovidas por la regente María Cristina tras la muerte de Fernando VII. La más importante de todas fue esta división racionalizada del país en 50 provincias y 17 comunidades autónomas.

Poco antes, en 1822, en España había tres provincias más que hoy no existen. En 1810, bajo la dominación francesa, España se dividía en 38 prefecturas. Mientras que a finales del siglo XVIII, así describía el famoso poeta y pensador valenciano León de Arroyal la división del Estado: «El mapa general de la Península nos presenta cosas ridículas de unas provincias encajadas en otras, ángulos irregularísimos por todas partes, capitales situadas en las extremidades de los partidos, intendencias extensísimas y otras muy pequeñas, obispados de cuatro leguas y obispados de 70, tribunales cuya jurisdicción apenas se extienden más allá de los muros de una ciudad y otros que abrazan dos o tres reinos. En fin, todo aquello que debe traer consigo el desorden y la confusión».

A principios del mismo siglo XVIII, el primer rey de la dinastía borbónica, Felipe V, ya había introducido en España la figura del intendente, una especie de gobernador provincial para asuntos económicos. Sin embargo, esta figura no tenía casi poderes reales, que eran del corregidor (administraba la justicia y el gobierno). La estructura sirvió para seguir la evolución de la división administrativa de España y, de hecho, el mapa de intendencias va cambiando a lo largo de ese siglo: en 1718, 18 intendencias; en 1749, 25; a final de siglo, 35. Algunas como Murcia, Toledo y Sevilla ocupaban territorios mayores que los de las provincias actuales. Y otras, como La Mancha, no existen hoy en día ni como provincia ni como comunidad autónoma.

Transmitir las órdenes

Con todo este «caos», al Gobierno central le resultaba muy complicado hacer llegar sus órdenes y providencias a la gran cantidad de pueblos y regiones históricas que tenía la Monarquía. Había jurisdicciones inferiores, intendencias, partidos, corregimientos, alcaldías mayores, gobiernos políticos y militares, realengos, órdenes, abadengos o señoríos que convertían a España, a diferencia de otros países de Europa, en un lugar «abigarrado, complejo, confuso y caótico», según calificaba Aurelio Guaita, catedrático de Derecho Administrativo, en «La división provincial y sus modificaciones».

Un mes después de que Javier de Burgos fuera elegido para tamaña empresa, se aprobaba el decreto por el que España quedaba dividida en 49 provincias en vez de 50. Una obra de extraordinaria importancia si tenemos en cuenta que estas han permanecido casi intactas al cabo de un siglo y medio, con la aparición de tan solo una más, la 50, en la antigua provincia canaria. Todas ellas, bautizadas con el nombre de sus capitales, excepto las provincias de Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, que aún conservan sus denominaciones.

La «nueva» España dibujada por De Burgos tenía, además de las 49 provincias, 14 regiones. Y a partir de abril de 1834, 463 núcleos de población con juzgado de primera instancia. Estos últimos eran los «partidos judiciales», cuyas características permitieron establecer fácilmente las «cabezas» de los mismos, aunque hoy estas se han reducido bastante en número.

El centro de poder

Toda esta organización era «un medio para obtener los beneficios que meditaba hacer a los pueblos», podía leerse en el Real Decreto publicado en la prensa de la época, con un Burgos que definía a las provincias como «el Centro de donde partiese el impulso para regularizar el movimiento de una máquina administrativa». Sin embargo, esta nueva estructura no siguió un criterio meramente geográfico, a diferencia del modelo francés que era algo más racionalizado. En España se tuvieron en cuenta también aspectos históricos, respetando las divisiones de los antiguos Reinos y teniendo en cuenta, al mismo tiempo, la distancia y el número de habitantes de cada núcleo de población.

Llegar hasta este punto no fue fácil. Costó mucho tiempo y paciencia dividir el territorio español tal y como lo conocemos actualmente. En 1785 se le había encargado al conde de Floridablanca una especie de ordenación y catalogación de las provincias existentes, enumerando los núcleos de población que pertenecían a cada una de ellas e indicando su situación jurídica. Más tarde, en 1810, José Bonaparte dividió España en 38 prefecturas y 111 subprefecturas siguiendo el modelo francés, pero estas tampoco funcionaron, porque los invasores y sus aliados jamás llegaron a tener el control de todos los reinos.

Dicho empeñó también fracasó en las Cortes de Cádiz de 1812, las cuales no supieron aplicar la racionalidad geométrica que necesitaba la Península Ibérica. Después de Javier de Burgos, la reforma fue continuada por los moderados a lo largo del reinado de la Reina Isabel II, aunque sufrieran estos los ataques constantes de la oposición. Una oposición que estuvo encabezada, en primer lugar, por los progresistas, que eran especialmente críticos en lo que respecta al reparto de los municipios que se había realizado; y después, por los republicanos federales, que se oponían al proyecto por su «excesivo centralismo».

Segunda República

El proyecto de Javier de Burgos y la Regente María Cristina ya no se detendría durante los prácticamente dos siglos que han transcurrido hasta hoy, salvo pequeños cambios. En 1933, en la Segunda República, había 15 regiones y no 17. Y en 1970 había las mismas provincias que hoy, pero aún no existían las comunidades autónomas. Estas empezaron a conformarse como idea en la Constitución de la Segunda República (1931), aunque las únicas que aprobaron estatutos de autonomía fueron Cataluña, Galicia y País Vasco.

Tras la derrota de los republicanos en la Guerra Civil, Franco regresó el sistema únicamente provincial, inalterable hasta los dos artículos de la Constitución de 1978 que definieron este proceso. Por un lado, el 143, según el cual este podía ser emprendido por «las diputaciones provinciales interesadas» o «las dos terceras partes de los municipios cuya población represente, al menos, la mayoría del censo electoral de cada provincia». Y por otro, el 151, reservado a las comunidades históricas. Una opción esta última a la que también se adhirió Andalucía.

Así, Madrid salió de Castilla la Nueva, la cual pasó a llamarse Castilla-La Mancha. Lo diputados de Albacete optaron por integrarse en esta última comunidad autónoma y no en Murcia. La Rioja y Cantabria, por su parte, abandonaron Castilla la Vieja, que pasó a llamarse Castilla y León. Mientras que los consensos de los grandes partidos tumbaron la autonomía para Segovia y evitaron que se formara una comunidad compuesta por León, Zamora y Salamanca, como recogía el mapa de 1833 de Javier de Burgos.

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