El español anónimo que puso en evidencia a Churchill en plena Segunda Guerra Mundial
El invento del ingeniero catalán Ramón Perera evitaron la muerte de miles de civiles en la Guerra Civil, pero cuando se lo ofreció a Gran Bretaña durante los bombardeos alemanes de 1940 y 1941, el Parlamento lo rechazó con el primer ministro británico como principal crítico
Winston Churchill asumió el cargo de primer ministro británico en mayo de 1940, justo en el momento en que Alemania comenzó a invadir Francia. Como no podía ser de otra manera, el mandatario comenzó a mirar con preocupación al otro lado del Canal de la Mancha, convencido de que Gran Bretaña sería el siguiente país que intentaría conquistar. Efectivamente, no se equivocó, porque 1.500 bombarderos y más de mil cazas nazis atacaron las zonas portuarias del sur de las islas el 10 de junio de ese mismo año.
La Royal Air Force (RAF) se defendió con dignidad a pesar de su inferioridad numérica, pero el 24 de agosto, otro escuadrón alemán desorientado dejó caer por error una serie de bombas sobre una zona habitada del sur de Londres . Esta acción fortuita cambió el curso de la guerra y afectó a millones de personas, puesto que el Gobierno británico respondió con el bombardeo de Berlín y Hitler dio la réplica con la orden de arrasar Londres.
Este último ataque se saldó con trescientos londinenses muertos y más de mil heridos. La ofensiva aérea nazi se prolongó hasta el 21 de mayo de 1941 y acabó con la vida a entre 40.000 y 43.000 ingleses. Una cantidad de vidas enorme que Londres podría haber evitado fácilmente si hubiera aceptado la ayuda que les ofreció un ingeniero catalán desconocido, llamado Ramón Perera, que inventó un refugio antiaéreo tremendamente efectivo, según comprobó en la Guerra Civil.
Por decisión de Churchill y el Parlamento británico, en Londres y en el resto del país prefirieron usar el suyo propio, conocido como Anderson en honor a su ministro de Defensa Civil, y no el del español. Un error de consecuencias terribles, facilmente demostrable, si nos remontamos al mes de marzo de 1937, cuando Barcelona se convirtió en uno de los principales objetivos de la aviación de Mussolini, aliado de Franco durante el conflicto en la Guerra Civil.
Barcelona en 1937
Eran los días de la batalla de Guadalajara y de la crisis del Gobierno de Largo Caballero. Franco firmaba en secreto un acuerdo con Hitler para luchar contra el comunismo y en la Barcelona republicana se creaba la Junta de Defensa Pasiva de Cataluña. En ese momento, Ramón Perera tenía 30 años. El ingeniero había nacido en la misma Ciudad Condal, en 1907, en el seno de una familia pequeño-burguesa que no pasaba estrecheces económicas.
El principal objetivo de esta entidad dependiente de la Generalitat fue, en un principio, proveer a Barcelona de los refugios antiaéreos ante la amenaza de bombardeos por parte de los franquistas y sus aliados extranjeros. El encargado de diseñarlos y construirlos fue precisamente Perera, afiliado al Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) y que ocupaba el discreto puesto de secretario de la Sección de Planes y Obras en dicha junta.
«Nos dimos cuenta de que cuando le cae el cargo, él se entrega de forma brutal y empieza a recorrer toda Cataluña con un Skoda y una máquina de fotos, para inspeccionar obras y analizar los efectos de las bombas sobre el terreno para mejorar las defensas», contaban a EFE los periodistas Montse Armengou y Ricard Belis, con motivo de la publicación de su libro 'Ramón Perera, l'home dels refugis' (Rosa dels Vents, 2008).
Dos mil refugios
Según el historiador Jesús Hernández en 'Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial' (Edición ilustrada, 2018), en Barcelona se construyeron 1.400 refugios y en en el conjunto de Cataluña, otros 2.100, siguiendo las especificaciones de Ramón Perera. Aunque Armengou y Belis sostenían en su obra que las nuevas técnicas que empleó para su construcción «nacieron un poco por casualidad, en el puerto de Barcelona, viendo la potencia del hormigón y haciendo pruebas con pedazos de hierro». De todo ello deducían que el ingeniero «era un hombre que se crecía con las dificultades», que tenía un gran compromiso personal y que era «muy avanzado a su tiempo, con teorías que fueron lecciones durante muchos años».
Sea como fuere, su diseño fue un auténtico milagro para los republicanos durante la Guerra Civil en toda la región noreste de España. La prueba es que, entre todos aquellos que pudieron resguardarse en uno de estos refugios, no se produjo ni un solo muerto por las bombas. Sus profundas observaciones sobre el terreno a la hora de diseñarlos le dieron una serie de características que les hicieron muy eficaces.
Dos accesos
«Todos ellos debían tener dos accesos, por si uno de ellos quedaban bloqueado por los escombros. Además, la entrada tenía que ser en forma de L para que la metralla no pudiera entrar en el interior. La mayoría estaban dotados de servicios básicos, como alumbrado eléctrico, pozos de ventilación, bancos para sentarse, letrinas o botiquines. Además, Perera consiguió que fuesen refugios baratos y fáciles de construir», cuenta Jesús Hernández.
Fue aquí donde entraron en juego los británicos, puesto que, a principios de 1939, un grupo de sus ingenieros cruzaron el Canal de la Mancha y viajaron hasta Barcelona solo para comprobar de primera mano aquellos refugios antiaéreos que habían salvado la vida a decenas de miles de de civiles. La idea de aquel desconocido ingeniero catalán les habían llamado la atención y se la llevaron prestada de vuelta a su país.
Gran Bretaña llevaba ya tres años trabajando en la protección de su población ante un posible bombardeo, pero cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, en el número 10 de Downing Street estaban convencidos de que Hitler se quedaría contento tras la conquista de Polonia. Obviamente, se equivocaron. La Alemania nazi no parecía dispuesta a firmar ningún acuerdo con los Aliados hasta no hacerse con el continente entero, como quedaría demostrado pocos meses después con la invasión de Noruega y Dinamarca, Bélgica, Luxemburgo y Holanda.
Refugio Anderson
El refugio Anderson, por el contrario, era una estructura desmontable cuyo cuerpo principal constaba de seis planchas de hierro galvanizado y ondulado que formaban las paredes laterales y el techo. Si se contaba la puerta, estaba compuesto de 14 piezas. A diferencia del de Perera, que era un habitáculo colectivo en el que cabía un grupo amplio de personas, y que era muy fácil de construir y mucho más barato, el británico medía solo dos metros de largo, 1,40 de ancho y 1,80 de alto. Además, debía enterrarse en el jardín de las casas con una capa mínima de 40 centímetros de tierra y tenía una capacidad para menos de seis personas apretadas y de pie.
Ramón Perera huyo a Francia con los planos de su refugio cuando el Ejército franquista entró en Barcelona. De ahí llegó a Londres con la ayuda de los servicios secretos británicos. Las personas que le asistieron, pensaron que de iniciarse los bombardeos nazis podrían contar con la genial obra del ingeniero español. Sin embargo, se sintieron muy desilusionados cuando comprobaron que el Gobierno prefirió el refugio Anderson, el cual se comenzó a distribuir inmediatamente entre la población: «Era gratis para los que ganaban 250 libras al año. Los que superaban esos ingresos debían comprarlos a un precio de siete libras. Se construyeron aproximadamente unos 3,5 millones de unidades», explica Hernández en su libro.
Perera advirtió al Gobierno inglés de que era un error confiar la protección de sus civiles a aquellas estructuras desmontables y con un espacio tan pequeño. Nuestro protagonista intentó convencerles de que los refugios debían ser colectivos. Y, además, les planteó una duda muy razonable: ¿qué ocurría con la gente que no tenía jardín en sus casas para enterrarlo? Aún así, las autoridades inglesas no dieron su brazo a torcer.
Londinenses «holgazanes»
Las razones que dieron fueron de lo más peregrinas. Desde que los habitáculos de Perera era tan confortables y estables, que los «cobardes y holgazanes» londinenses podrían preferir quedarse en su interior antes que ir a trabajar cuando los bombardeos parasen, hasta que los refugios de Anderson iban más con el carácter individualista y conservador de los británicos. Armengou y Ricard Belis destacaron que las experiencias de Perera, corroboradas por varios ingenieros británicos, podrían haberse aplicado en Inglaterra perfectamente, pero que, «por una cuestión de clasicismo, sistemáticamente no se quisieron escuchar las lecciones de Barcelona». La decisión era, efectivamente, inamovible y pronto empezaron a comprobar que también había sido un error.
Durante el invierno quedó demostrado que los refugios Anderson eran fríos y húmedos, en un país tan lluvioso como Gran Bretaña. Lo más grave, sin embargo, fue que no servían para su cometido, ya que eran eficaces contra la metralla, pero no contra el impacto de una bomba. Los barrios más pobres, en los que la gente no contaba con jardín fueron los más castigados por la aviación nazi. Cuando los muertos superaron los 40.000, un informe confidencial del Gobierno reconoció que rechazar los refugios de Ramón Perera había sido un error catastrófico.
Churchill trató de enmendar su error un poco tarde en un discurso en la Cámara de los Comunes, pero este fue incluso retirado del diario de sesiones. Perera pudo dar alguna conferencia en Londres acerca de su experiencia en la Guerra Civil, pero todo fue en vano. Ni siquiera le permitieron publicar un libro en el que iba a explicar las consecuencias que habría tenido para la población de haberse utilizado. Eso no impidió que las críticas contra el primer ministro por su decisión fueran en aumento, aunque la cabeza de turco acabara siendo el ingeniero John Anderson.
La cabeza de turco
El octubre de 1940, Churchill hizo dimitir al ingeniero inglés de su cargo como responsable de la defensa civil para mitigar los ataques contra su persona y comenzó a organizar la construcción de los refugios colectivos dentro del metro. No obstante, ni siquiera entonces se contó con la ayuda de un experto como Perera. «Ingenieros británicos ligados a sindicatos y a partidos de izquierda se movilizaron para exigir al Gobierno que rectificase antes de que fuera demasiado tarde», subraya el libro de Hernández que recoge este episodio.
Aunque el Gobierno intentaba poner en marcha algunas tímidas políticas para lavar su imagen ante las protestas crecientes de la población, las estadísticas seguían reflejando la desprotección a la que esta estaba condenada. La aviación de Hitler continuó bombardeando Londres y solo un 4% de los londinenses acudieron al metro y a otros refugios improvisados. El 9% recurrió a otros refugios de superficie no muy estables y el 27% a los refugios Anderson. El resto de la población permanecía en sus casas rezando.
Ramón Perera, por su parte, cayó en el olvido y su diseño tampoco volvió a ser utilizado durante la Segunda Guerra Mundial. Al finalizar esta siguió trabajando como ingeniero, esta vez en la industria bélica. Murió en la capital londinense en 1984. No regresó a España jamás.
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