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España, frente al espejo: ¿cuántos españoles emigraron y cómo fueron tratados en el extranjero?

Argentina, Colombia, Venezuela, Francia, Alemania… En los últimos dos siglos, millones de compatriotas se vieron forzados a marcharse, muchos ilegalmente, a otros países, donde recibieron un trato denigrante como «deshechos, cochinos, ignorantes y pobres»

El Madrid ignorado donde reinaba la muerte

Españoles, camino del exilio tras la Guerra Civil Robert Capa
Israel Viana

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La preocupación por la inmigración se ha disparado en España durante los últimos meses. El último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), publicado en julio, reflejó que un 16,9% de los españoles la situa entre sus inquietudes más importantes, casi diez puntos más que un año antes, cuando la citaba tan solo el 7,7%. Este dato llegaba junto a otro, y es que, desde enero y hasta el mismo mes de julio, llegaron casi 25.000 inmigrantes ilegales a nuestro país, 12.000 más que en el mismo periodo de 2023. Esto supone un incremento del 96% según el último balance del Ministerio del Interior.

Desde hace ya mucho tiempo, la llamada «crisis migratoria» es un tema recurrente en la mayoría de los medios de comunicación, que cada día informan de la llegada de nuevos cayucos a las costas españolas. Sin embargo, como apuntaron Olga de Cos y Pedro Reques en 'La emigración olvidada: la diáspora española en la actualidad' (Papeles de geografía, 2003), desde que España pasó a ser un país receptor de inmigrantes, parece que olvidó su pasado como emigrante. Una emigración que ha estado presente a lo largo de la historia de España.

Se podría decir que durante siglos la población española nació aprendiendo a emigrar, sobre todo, desde el descubrimiento de América, cuando miles de españoles se marcharon a explorar las nuevas tierras y establecer colonias. Este acontecimiento hizo que comenzara un flujo constante de personas a los territorios del otro lado del Atlántico. Fue el verdadero inicio de la andadura migratoria de España al exterior. Desde entonces no hemos dejado de movernos fuera de sus fronteras, en la mayoría de las ocasiones contra nuestra voluntad, sin la legalidad pertinente, y con un recibimiento por parte de los países receptores no muy bueno.

En otras ocasiones fue la corona española quien fomentó esa emigración, como ocurrió desde los Reyes Católicos con los viajes a América. Durante los siglos XVII y XVIII, sin embargo, fueron las crisis de subsistencia, las grandes desigualdades sociales y las limitaciones de acceso a los recursos las que llevaron a muchos españoles a emprender la aventura migratoria. «Durante las primeras cuatro décadas del XIX la emigración española sufrió un cambio significativo, como consecuencia de los procesos de independencia de las colonias del nuevo mundo. Los nuevos gobiernos americanos declararon a los españoles personas 'non grata' y muchos de ellos salieron tuvieron que salir de estos países», apuntaban Jesús Valero, Juan José Mediavilla, Irene Valero y Juan Coca en el artículo 'El pasado vuelve a marcar el presente: la emigración española', publicado en la revista 'Papeles de Población' (Universidad Autónoma del Estado de México).

Provincias de ultramar

Según explican los autores, fueron pocos los españoles que se quedaron en las ex provincias españolas de ultramar, debido a las condiciones impuestas por los nuevos gobernantes y los problemas internos de estos territorios. Una nueva emigración forzada, que se dirigió principalmente hacia las Antillas y, en menor medida, a Filipinas, que todavía eran territorios de España. Por un breve periodo de tiempo, sobre todo desde mediados del siglo XIX y hasta la década de 1870, esta emigración descendió por las leves mejoras económicas que experimentó la Península Ibérica, aunque solo fue un espejismo.

A partir de la siguiente década, sin embargo, se produjo una nueva salida masiva de españoles. La razón principal, según explica Blanca Sanchez Alonso en 'Las causas de la emigración española 1880-1930' (Alianza, 1995), fue el abandono de uno de los principales motores económicos del país, la agricultura, que «obligó a los agricultores a conseguir ingresos para consolidar la propiedad, ampliar el patrimonio o evitar el empobrecimiento». Un problema al que se fueron sumando otros como la pérdida de las últimas provincias de ultramar, la guerra contra Estados Unidos y la crisis industrial que dejaron a España sumida en una situación de pobreza dramática a finales del siglo XIX.

Los autores antes citados señalan dos periodos de máxima salida de españoles al exterior. Uno comprendido entre 1880 y 1935, que el Ministerio de Trabajo cifró en, aproximadamente, cuatro millones de emigrantes, en su mayoría hacia Iberoamérica, y un segundo momento entre 1960 y 1974, con destino a Europa, con cifras similares al anterior periodo, cerca de tres millones. Irse con la única intención de sobrevivir y regresar, si es que había suerte, con el bolsillo un poco más lleno.

Argentina

Los periódicos incluían miles de anuncios de la Compañía Trasatlántica de Barcelona con los barcos que cada semana salían hacía Filipinas, Buenos Aires o Fernando Poo, como se podía leer en los ejemplares de 'El Día' y 'La Opinión' en 1900. Lo mismo ocurría durante esa década, como se puede comprobar en 'La Correspondencia Militar' o 'El Día de Madrid' en 1909, donde se ofrecían trece viajes anuales a Filipinas, Venezuela o Colombia y uno al mes a Nueva York, Cuba y México, entre otros muchos destinos de América. «Viajes rápidos a Brasil y Argentina, con un precio en tercera para todos los puertos de 176 pesetas», anunciaba 'El Heraldo de Madrid' en 1911.

Solo a este último país se marchó más de un millón de españoles entre 1880 y 1914. La huida fue de tal magnitud que, a principios del siglo XX, el Gobierno, los medios de comunicación y los intelectuales pusieron de relieve la despoblación y la problemática a la que se enfrentaba España ante el abandono de sus ciudadanos, especialmente aquellos en edad de trabajar y procrear. Autores como Juan Díaz-Caneja (1912) y Ramón Bullón hablaban de un éxodo brutal y alarmante en sus obras. En el caso de Castilla, por ejemplo, la pérdida de población oscilaba entre 19 y 25% en provincias como Soria, Segovia o Zamora. Lo preocupante es que los emigrados pertenecían al perfíl más demandado para el desarrollo económico de España.

El Gobierno consideró esta tendencia una moda perniciosa que estaba dejando al país sin capital humano, por lo que se hizo un llamamiento al patriotismo, se pidió a los españoles que se quedaran a ayudar a construir el país y se pusieron en marcha normas para evitar la emigración. Sin embargo, a principios del siglo XX, algunos políticos españoles entendieron que la movilidad era un derecho y, en 1907, se aprobó una nueva ley migratoria que facilitó la salida hacia cualquier destino de América, Asia y Oceanía, con excepción de quienes fueran llamados a filas, los que estaban realizando el servicio militar, los varones en la reserva militar, los inválidos, los sancionados administrativamente y los encausados judicialmente.

Fiscalizar a los emigrantes

A pesar de ello, y como ocurre hoy en muchos países africanos, los jóvenes intentaban salir de España de la forma que fuera. Muchos de ellos eran detenidos en las fronteras con Francia y Portugal y en los puertos de mar. En 1924, se aprobó un Real Decreto con el que se creó la Dirección General de Emigración. Uno de sus cometidos fue fiscalizar a los potenciales emigrantes, mediante una serie de inspectores, en aquellas regiones españolas donde la emigración estaba generando serios problemas de despoblación. Pero lo cierto es que ni la ley de 1907 ni este decreto frenaron la salidas ilegales ni evitaron la aparición de mafias españolas que se enriquecían con esta diáspora, tal y como ocurre hoy en algunos países de África.

«Las múltiples barreras y controles desplegados por las autoridades españolas resultaban infructuosas y la emigración continuó creciendo a causa especialmente de las necesidades de la población, las sequías, la falta de empleo, la escasa industrialización del país, la presión demográfica y la nula proyección de futuro que funcionaban como factores de expulsión», puede leerse en el citado artículo de 'El pasado vuelve a marcar el presente'. Todo ello sin contar que el migrante español solía ser calificado de ignorante, pobre y de baja calificación profesional.

Mucho peor fue el trato que recibieron los exiliados españoles tras la Guerra Civil. Cuando cruzaron los Pirineos, lejos de encontrarse una acogida cariñosa como la que cabría esperar de quienes se suponía que estaban de su lado, los españoles conocieron el hacinamiento en los denominados «campos de arena», que no eran sino campos de internamiento creados exclusivamente para encerrar a los refugiados españoles que huían de la dictadura de Franco. Viendo la avalancha de gente, pronto inauguraron otros más alejados de la frontera, como el de Bram (departamento de Aude), el de Agde (Hérault), el de Rivesaltes (Pirineos Orientales), Septfonds (Tarn-et-Garonne), el de Gurs (Bajos Pirineos), entre otros.

Trato denigrante

Muchos españoles no solo sufrieron la muerte y el hambre, sino el trato denigrante al que fueron sometidos por parte de las autoridades francesas y de la misma población. Aquel fue uno de los golpes más duros que sufrieron. En 'Campo de los Almendros' (1968), Max Aub describió a aquel medio millón de españoles que huyeron a Francia como «deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco y destrozados». Y las penurias no acabaron ahí, sino que continuaron después con el deplorable trato mencionado.

La mayoría de los 470.00 españoles llegados a Francia y a Argelia, que todavía era colonia francesa, fueron recluidos en esos campos de internamiento. Muy pocos se libraron de aquella tortura y de ser considerados por una gran parte de la opinión pública del país de acogida como «rojos peligrosos». Su aparición allí fue percibida por el Gobierno de Édouard Daladier como una «peligrosa invasión», a causa del elevado número de refugiados que traspasaron la frontera.

Debido a la llegada de los españoles, el pequeño departamento de los Pirineos Orientales había visto multiplicada por tres su población, que en aquellos momentos era de 40.000 habitantes en la capital, Perpiñán, y 234.000 más en el resto del territorio. La penosa situación en que llegaban los exiliados no impidió a la prensa francesa de derechas referirse a ellos con insultos como «animales invasores, escoria, tribus primitivas o sucios vándalos», según explica Borja de Riquer en su libro 'La dictadura de Franco' (Crítica, 2021).

«Indeseables»

Esta opinión se generalizó entre la población más conservadora y ejerció una presión muy importante sobre el presidente Daladier, que terminó por imponer unas condiciones extremadamente duras sobre el derecho de asilo. El Gobierno envió a los departamentos del sur a más de 50.000 gendarmes, así como a un buen número de contingentes de tropas coloniales y regulares para vigilar única y exclusivamente a los refugiados que habían cruzado los Pirineos desde España. Estos fueron, además, los primeros a los que se aplicó el decreto del 12 de noviembre de 1938 que preveía el internamiento de los extranjeros considerados «indeseables».

El informe Valière, realizado por el Gobierno francés, sostiene que, entre el 28 de enero y el 12 de febrero de 1939, entraron en Francia como refugiados políticos unos 440.000 españoles, de los cuales 220.000 eran combatientes. 10.000 soldados heridos, 40.000 hombres no combatientes y 170.000 mujeres y niños. Además, para esa fecha habían entrado en las colonias galas del norte de África (Argelia, Túnez y Marruecos) otros 15.000 exiliados, una cantidad muy superior a los 4.000 que fueron a la Unión Soviética, 3.000 al resto de Europa y 1.000 a Latinoamérica.

La cosa no fue numéricamente mucho mejor con la famosa oleada de emigrantes que se marcharon al extranjero en las décadas de 1960 y 1970, la cual se sumó a la que ya se estaba produciendo en el interior de España hacia ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao. Aunque es cierto que hubo un declive en la emigración a Latinoamérica, se abrieron esas nuevas rutas dentro de Europa, especialmente hacia Francia, Suiza y Alemania. A diferencia de la excluyente Francia de la posguerra, el Gobierno alemán firmó en esta época acuerdos con varios países para facilitar la entrada de trabajadores temporales que les hacían falta.

Desde 1960 hasta el fin del acuerdo en 1973, llegaron 600.000 españoles a Alemania para dedicarse, sobre todo, a la industria del metal y al sector textil en el caso de las mujeres. Muchos regresaron a España, pero otros muchos fueron bien recibidos y se quedarían allí para siempre.

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