La desesperada carta del líder de Falange para evitar que Franco le fusilara: «Hágalo por nuestra amistad»
Tras la ejecución de Primo de Rivera y el Decreto de Unificación, Manuel Hedilla fue procesado y condenado dos veces a muerte
José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange cuya memoria se apropió Franco
Pena de muerte: el secreto que revivió la República para acabar con la barbarie que sacudía España

El primer clavo del ataúd lo enarboló la Segunda República. A mediados de marzo de 1936, con las ascuas de la violencia crepitando vivas en las calles españolas, Manuel Azaña declaró a la Falange fuera de la ley y orquestó una serie de redadas en las que cayó preso el mismísimo José Antonio Primo de Rivera. Al fundador del partido se le acusó de «quebrantamiento de la clausura gubernativa del local de Nicasio Gallego»; una excusa como cualquier otra para arrestarlo. Jamás volvió a paladear las mieles de la libertad. Su relevo en primera línea lo tomó el segundo jefe nacional de FE de las JONS, Federico Manuel Hedilla Larrey, hasta entonces en el norte.
No sabía el cántabro en lo que se metía. Desde que fuera elegido para liderar la Junta de Mando Provisional del partido en septiembre se halló entre dos aguas. Por un lado, aquellos que querían ganar la Guerra Civil al calor de los sublevados y bajo el mando único de Francisco Franco; por otro, los que anhelaban que la Falange se consolidara como una fuerza autónoma e impulsara, a medio plazo, un estado nacional-sindicalista similar al del lejano vecino alemán. El sucesor de 'El ausente', como se empezó a conocer a Primo de Rivera, era de los segundos. Y eso, aunque no lo sabía aún, iba a costarle a la larga dos condenas a muerte.
Bronca en la Falange
Franco no tenía un pelo de tonto, y solía mandar globos sonda. En un suspiro comenzaron a extender los rumores de una posible unificación de todas las fuerzas del bando sublevado; Hedilla se mostró reacio, pero la marea era difícil de contener. Para zanjar la cuestión, el cántabro convocó un consejo extraordinario con el objetivo de elegir a un jefe nacional con la capacidad de tomar decisiones de forma autónoma. Al menos, o eso esgrimió, «hasta que se reintegre a su puesto el indiscutible jefe nacional, José Antonio Primo de Rivera». Una falacia, pues ya era conocido en los corrillos que la República lo había fusilado ese mismo 20 de noviembre en la Prisión Provincial de Alicante.
Cada bando movió ficha en aquel macabro juego de trileros. Y los que asestaron el primer golpe fueron los acólitos de Agustín Aznar. Narra el historiador español Julio Gil Pecharromán en la biografía sobre Hedilla escrita para la Real Academia de la Historia que este grupo se adelantó y, cuatro jornadas antes del consejo extraordinario, dio su particular golpe de estado: «El día 16, un grupo de mandos, dirigidos por Rafael Garcerán, puso en marcha un golpe para destituir a Hedilla y sustituirlo por un triunvirato formado por Agustín Aznar, Sancho Dávila y José Moreno». Le acusaron de traición, de ser un analfabeto y de ser un blando.
Y lo cierto es que poco tenía Hedilla de rudo líder. Trémulo cual rama, se retiró a su cuartel de invierno y pidió consejo... ¡a Franco! Y este, cuco, le animó a plantar batalla y le prometió la jefatura del partido que sería alumbrado tras la unificación. Aquello derivó en lo previsible: un baño de sangre. En las siguientes horas se sucedió un tiroteo en la pensión donde dormía Dávila al más puro estilo del 'far west'. Hubo un muerto por bando. Y acto seguido, otra vorágine de disparos en la vivienda de un alto cargo de FE de las JONS. Al líder de los sublevados aquello le fue como anillo al dedo para debilitar todavía más al partido. Decidido, ordenó la detención de los que se habían levantado contra el sucesor de Primo de Rivera, ya más ausente que nunca.

La vida de Hedilla fue un carrusel de emociones. Adelantó el consejo nacional al 18 de abril. Allí fue elegido, al fin, como Jefe Nacional de la Falange y sucesor de Primo de Rivera. Aunque no le duró demasiado el cargo. Una jornada después, Franco aterrizó aquello que se barruntaba desde hacía semanas y anunció a través de la radio el contenido del hoy famoso Decreto de Unificación: «Una acción de gobierno eficiente, cual cumple ser la del nuevo Estado español, nacido por otra parte bajo el signo de la unidad y la grandeza de la Patria, exige supeditar a su destino común la acción individual y colectiva de todos los españoles».
De esta guisa se perpetró lo que, en palabras de los líderes de la Falange, fue la mayor traición de Francisco Franco. De un plumazo, el del Ferrol unificó FE de las JONS y el carlismo en un único partido: FET y de las JONS, o Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. Así, además de fusionar dos grupos de ideas dispares y motivaciones diferentes, se alzó como mando único y desplazó a los jefecillos más revoltosos a un segundo plano. A su vez, y avispado como era, aupó hasta la poltrona a nueva cúpula afín a su causa. Muchos pájaros cayeron de un tiro.
Arranca la traición
El seno de la Falange, en cambio, no era un remanso de paz. Hedilla tenía al alcance de la mano un cargo en el nuevo partido, pero frente a él había cientos de opositores que se negaban a la unificación. La misma Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador, le pidió que rechazara el nombramiento: «En nombre de José Antonio, no lo acepte de ninguna manera. ¡Que no acepte!». La lista de fieles se multiplicó, y algunos personajes como el coronel Juan Yagüe se comprometieron a combatir por él llegado el momento: «¡Ahora, más que nunca, a tus órdenes!». Al final, el cántabro se sintió lo bastante arropado como para declinar la propuesta y enviar un telegrama a los jefes provinciales para que solo acataran sus órdenes.
Fue lo último que hizo en libertad. El 25 de abril fue detenido y puesto frente a un consejo de guerra sumarísimo. Hedilla fue acusado de desacato al Decreto de Unificación, de traición y de inducir a la rebelión por los altercados acaecidos jornadas antes. Según afirma Jesús Palacios en 'Las cartas de Franco', el instructor del primer proceso llegó a afirmar –y no era poca cosa– que el líder de Falange había pergeñado un plan para asaltar el Cuartel General de Salamanca, acabar con todos los presentes a golpe de gas y proclamarse generalísimo de los ejércitos. En el segundo le imputaron mantener relaciones políticas con el socialista Indalecio Prieto.
Cualquier cosa valía para quitárselo de en medio. Al final, fue condenado a dos penas de muerte. De nada le valieron las súplicas. El 9 de junio de 1937, el Tribunal Supremo de Justicia Militar ratificó la sentencia. La situación era desesperada. En mitad de aquella locura, y a través de la mediación de Serrano Súñer, Nicolás Franco –hermano del Caudillo– y la embajada alemana, la misma madre del cántabro le hizo entrega en mano a Franco de una misiva escrita por Hedilla con una emotiva petición de gracia. Era la última bala antes de caer a cargo de un pelotón de fusilamiento.
La carta de la misericordia
Mi respetado General.
Me tomo la libertad de dirigirme a V. E. después de que mi madre, naturalmente angustiada, ha obtenido licencia de Don Nicolás que, caballerosa y deferentemente, la ha recibido.
Yo, mi general, no me permito, por patriotismo o por indisciplina, discutir las determinaciones de la Justicia, aunque afecten a mi vida y aunque esta vida haya sido juzgada tantas veces en servicio de la patria y de la Cruzada Nacional que V.E. acaudilla.
Pero ruego a V. E. que me permita en estos instantes afirmar la adhesión a su persona y ofrecerle, como tantas veces le he ofrecido lealmente, la cooperación más vehemente a la obra común en que todos estamos empeñados, aunque sólo me quedarán para ello días u horas de vida. Yo he podido ser torpe, pero jamás he sido un traidor. He podido equivocarme en una determinación personal y he podido no medir correctamente su alcance. Crea usted, mi general, que, de haber imaginado que esta determinación iba a ocasiones que se me calificara de traidor a V. E., con quien tan cordial amistad me ha unido, o a mi Patria, a la que tanto estoy acostumbrado a ofrecer, hubiera preferido la muerte.
La justicia humana, al condenarme a muerte por dos veces, no me ha hecho tanto daño moral como al calificar mis actos de rebelión o traición en estos momentos y contra V. E. Contra esta calificación se rebela mi conciencia y mi historia, vivida antes del Movimiento cooperando con V. E. en cuantas ocasiones V. E. me hizo el honor de requerirme, salvo en la última en que, por un criterio seguramente erróneo y sin calcular el estrago en que podía ocasionar mi negativa, no lo hice. Y ya que la humana justicia ha sido implacable conmigo y no ha tenido en cuenta un solo antecedente, me queda solo confiar en la Justicia Divina. Y Dios cede esta justicia a quienes gobiernan a los pueblos y, por ser fuertes, pueden ejercerla con más generosidad. Es el caso de V. E., a quien demando en nombre de nuestra antigua amistad que ejerza esa prerrogativa de la clemencia y la magnanimidad.

Nunca es más fuerte un Caudillo, mi general, que cuando ejercita la clemencia. V. E. acaba de ejercitarla, ante el asombro del mundo, con los que han hecho armas contra España. Yo, y los que conmigo están procesados o condenados, hemos ofrecido a la patria mil veces nuestra sangre, nuestra juventud, nuestro ímpetu. Nadie podrá probar una sola de las graves acusaciones en virtud de las que se nos condena. Se ha dado a actos de buena fe, o cuando más de inexperiencia o de atolondramiento, una interpretación criminolosa. Para lo que en ello haya de error es para lo que acudo a pedir a V.E. la clemencia que ejercitan las fuentes de espíritu y de brazo.
[…] Brazo en alto quedo a sus órdenes, con la anticipación de mi gratitud. ¡Arriba España!
Manuel Hedilla.
Fue una sorpresa, pero Franco se apiadó de Hedilla y le conmutó las dos penas de muerte por tres décadas en prisión. En parte, era mucho mejor que convertirle en un mártir. Durante sus años entre rejas, el político fue considerado el líder legítimo de FE de las JONS para los sectores críticos con el franquismo. Pasó por Las Palmas entre 1937 y 1941; y, de ahí, a Mallorca hasta 1946. Ya en libertad, asumió un perfil bajo hasta su muerte. Para él, la militancia se había acabado.
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