Cagliostro, el extraño profeta que engañó a media Europa y profetizó la Revolución Francesa
Nacido en el seno de una familia pobre, adoptó numerosas identidades falsas e hizo creer a todo el continente que era un «mago» capaz de curar de graves enfermedades con remedios egipcios, antes de ser encarcelado en la Bastilla
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A comienzos de 1776 llegó a Londres un noble de origen italiano que se hacía llamar Alejandro y decía ser conde de Cagliostro. Los rumores decían que era un alto oficial del servicio secreto alemán. Alquiló una espléndida casa en Whitcomb Street junto a su joven y bellísima esposa, la condesa Serafina. En las caballerizas acondicionó un laboratorio de alquimia, pues cultivaba esa ciencia, y tenía una biblioteca riquísima. «Su secretario afirmaba que ni siquiera en el Vaticano se habían visto tantos libros raros y valiosos», contaba 'Blanco y Negro', en 1972.
¿Quién era este extraño personaje que, en la segunda mitad del siglo XVIII, alcanzó una gran notoriedad en Europa sin que jamás se desvelara su verdadera identidad? «Mago o aventurero, taumaturgo o impostor, Cagliostro fue más poderoso que los reyes y estuvo más indefenso que un vagabundo», apuntaba el mismo artículo en el subtítulo. El nombre, sin embargo, era solo el último y más conocido de los muchos que Giuseppe Balsamo adoptó a lo largo de su vida. Ni siquiera su origen era cierto, pues aseguró siempre haber nacido en una familia cristiana de noble cuna y haber sido abandonado al poco de nacer en la isla de Malta.
Llevaba tan solo unos meses en la capital británica, cuando decidió interrumpir sus experimentos de alquimia, por un breve espacio de tiempo, para realizar una serie de «cálculos indescifrables mientras consultaba un antiquísimo manuscrito egipcio». Su propio secretario contó después que, durante varios días, el conde le dio números para jugar a la Lotería y él y el resto de los trabajadores de su mansión ganaron más de 1.500 libras esterlinas. No falló ni un sorteo, hasta que se cansó de la expectación que estaba levantando entre sus vecinos. «¡No soporto esta persecución!», exclamó.
«Habían circulado misteriosamente algunos rumores acerca de sus extraordinarias predicciones. En torno al palacio se produjo un movimiento insólito y embarazoso: la gente miraba con asombro la chimenea que desprendía humo de los colores más extraños. Se dijo que el conde italiano ejercía la magia, que había librado de los espíritus a una abadesa endemoniada, que convertía en oro el polvo de mercurio y que, en las noches de luna llena, enterraba diamantes y piedras preciosas que, en poco tiempo, aumentaban prodigiosamente de volumen», podía leerse en la revista.
La peregrinación
Con una notoriedad inusual en todo el continente para alguien tan misterioso, en los últimos años su figura ha despertado interés, publicándose incluso alguna biografía. En estas se cuenta que Balsamo nació realmente en el seno de una familia humilde de Palermo, en 1743. Su infancia en las calles de la ciudad italiana nunca le hubieran permitido codearse con la flor y nata de la nobleza europea a la que más tarde dijo pertenecer. Su madre, viuda desde muy joven, le envió al seminario de Palermo y al convento de la Misericordia, en Caltagirone, para ofrecerle un futuro digno.
Sin embargo, del primero se fugó y del segundo lo expulsaron, a pesar del talento que había demostrado. Antes de irse, sin embargo, apuntó maneras de lo que iba a ser su vida, ya que le robó los secretos de su libro de remedios al farmacéutico y le vendió el supuesto mapa de un tesoro que nunca se encontró a un joyero. Fue a partir de ese momento cuando comenzó su ajetreada peregrinación por el mundo bajo diferentes identidades, pasando por Rodas, El Cairo y Alejandría, hasta que en 1765 entró en la orden de los caballeros de San Juan de Malta.
Por documentos de la época se sabe que allí ya era considerado un gran médico, en gran medida gracias a los remedios que había robado. Un año después se estableció en Roma, donde se casó con la joven Lorenza Feliciani, que adoptó el nombre de Serafina. Ambos, unidos en santo matrimonio, empezaron a estafar a los numerosos peregrinos que llegaban a la ciudad, a los que vendían amuletos y pociones amorosas traídas, según decían ellos mismos, de Egipto.
Cagliostro, el masónico
Cagliostro y su esposa no duraron mucho en la capital italiana, pues dos años después tuvieron que huir de nuevo. Balsamo se bautizó con nombres tan dispares como Tischio, Harat, Fenix o Pellegrini. Se podría decir que era todavía un rufián de poca monta, aunque se hiciera pasar ya por un oficial prusiano y se dedicara a estafar a otros inocentes en ciudades como Venecia y París, hasta que se estableció en Londres. En la capital británica fue donde creó finalmente el personaje que le iba a hacer famoso: el conde de Cagliostro, un aristócrata sanador venido de Egipto.
Se ganó el respeto de los más poderosos de Londres con otra de sus tretas, al conseguir ingresar en una humilde logia masónica del Soho londinense conocida como la de la Esperanza, fiel seguidora del Rito de la Estricta Observancia. Se presentó como emisario del Gran Copto, un «superior desconocido» que, según su dudoso relato, le había ordenado instituir en Europa el culto de la masonería egipcia. Cagliostro fascinó a todos con sus trucos de magia y sus ungüentos curativos. Uno de ellos era un «elixir de la eterna juventud» que vendió a los más pudientes y que le proveyó de una gran cantidad de dinero para vivir a sus anchas.
A finales de 1777, Cagliostro decidió dar el salto al continente, donde el Rito de la Estricta Observancia estaba en plena expansión. Dos años después, a su paso por el ducado de Curlandia –la actual Letonia–, engañó de nuevo a los oficiales masones de la zona, que barajaron la posibilidad de proponerlo nada menos que como gobernador de la región ante Catalina de Rusia. Cagliostro rechazó hábilmente la propuesta, ganándose el respeto de la gente por su supuesta humildad, pero no dudó en aprovechar la publicidad para dirigirse a la corte en San Petersburgo.
Estrasburgo
Allí trató de cautivar a la mismísima zarina, pero cuando la sagaz Catalina notó que el misticismo egipcio de Cagliostro empezaba a hipnotizar al duque Pablo, su endeble primogénito y heredero, dio crédito al rumor que lo consideraba un espía del Rey Federico de Prusia y decretó su inmediata expulsión. Cagliostro puso los pies en polvorosa de nuevo y se instaló en Estrasburgo, donde sanó y alimentó gratuitamente a muchos pobres. Aquello ayudó a limpiar su reputación, pero también atendió a unos cuantos ricos, lo que sin duda le proveyó de un cuantioso crédito bancario para ir tirando.
El obispo de la ciudad, el cardenal Louis René Éduard de Rohan, participó en alguno de los experimentos de alquimia milagrosos con los que este mago egipcio había comenzado a sanar a los más necesitados y a engrandecer su fama. Y le convenció, porque durante tres años se benefició de este miembro de la curia religiosa… hasta que el 16 de agosto de 1784 estalló el escándalo que, de una vez por todas, acabó con sus aventuras.
Ese día, un grupo de joyeros de la ciudad destapó que el obispo había utilizado el nombre de la Reina María Antonieta para adquirir, sin pagar, un valioso collar de diamantes. Rohan fue encerrado en la Bastilla, y junto a él, nuestro protagonista, al que acusaron de colaborar con el cardenal. Ambos fueron juzgados por el Parlamento de París y, durante el largo y mediático juicio se supo que el poderoso religioso había adquirido el collar, convencido de que lo hacía por amor y por orden de la mismísima reina.
De vuelta a Inglaterra
El obispo tenía en su poder un montón de cartas falsificadas por él mismo de María Antonieta, convencido de que se había acostado con ella, cuando en realidad había sido engañado con una mera prostituta. Aquel entuerto nunca se aclaró del todo, porque ni aparecieron los diamantes y, además, Cagliostro y Rohan fueron absueltos por un Parlamento resuelto a desprestigiar a la Monarquía. «El proceso acabó haciendo justicia. El propio fiscal pidió que el conde de Cagliostro fuera absuelto y quedara totalmente libre de culpa. Los 49 jueces de la corte aprobaron unánimemente la sentencia», relataba 'Blanco y Negro'.
«Algún día se derrumbarán estos muros», aseguró el conde al ser liberado en junio de 1786, con el pueblo acompañándole en procesión como si de un rey se tratara. La fama del conde había alcanzado unos límites insospechados para alguien que jamás había pertenecido a la nobleza, ni a la Monarquía ni había ostentado ningún cargo político. Prueba de ello es que, los que habían promovido aquella conspiración contra él fueron «azotados, desnudados públicamente, marcados con un hierro candente y condenados a cadena perpetua».
Cagliostro aprovechó para exigir una indemnización desorbitada a la Monarquía francesa por el daño recibido. Publicó también una 'Carta al pueblo francés', en la que describía el trato vejatorio que había sufrido en la Bastilla y en la que exhortaba al Parlamento «a convocar los Estados generales y trabajar por la Revolución». La misiva, sin embargo, le puso en contra de las Monarquías de Francia e Inglaterra, las cuales financiaron una campaña para desprestigiar al profeta.
Inquisición
Como consecuencia de ello, publicistas como Casanova sacaron a la luz su verdadera identidad y el sinfín de estafas que había perpetrado en toda Europa en los años anteriores. Balsamo lo negó todo, pero, deshonrado y empobrecido, tuvo que exiliarse primero a Suiza y más tarde , a Roma, donde llegó el 27 de mayo de 1789. Mientras tanto, sus pretensiones se cumplieron, porque ese mismo verano estallaba la Revolución Francesa y caía la Bastilla. Cagliostro cobraba de nuevo importancia y algunos masones volvieron a contactar con él.
El Vaticano ordenó entonces a la Inquisición que lo detuviera de inmediato. Fue declarado culpable de herejía y condenado a «no hablar con nadie, ni ver a nadie, ni ser visto por nadie». El 20 de abril de 1791, Balsamo era trasladado al castillo de San Leo, donde fallecería cuatro años después. A pesar de encontrarse cautivo, el conde logró difundir desde su celda inquietantes augurios contra el Papado. Con la revolución arrasando todo y cambiando la historia para siempre, las profecías de Cagliostro cobraron tintes apocalípticos y engrandecieron más si cabe su enigmática figura.
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