La amarga despedida del mayor héroe de España en Cuba antes de lanzarse contra un colosal ejército enemigo
El 3 de julio de 1898, Pascual Cervera y Topete lanzó una arenga a sus hombres para insuflarles ánimo antes de la batalla de Santiago de Cuba
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Se llamaba Pascual Cervera y Topete, y se enfrentó a su destino con valentía y lealtad. El 3 de julio de 1898, en Santiago de Cuba, el buen Almirante obedeció las órdenes de su gobierno a sabiendas de que sus buques serían aniquilados por ... la flota estadounidense. Y lo hizo, además, tras arengar a sus hombres con un discurso estremecedor: «Solo podrán arrebatarnos nuestras armas cuando, cadáveres ya, flotemos sobre estas aguas, que han sido y son de España». Pese a la derrota inevitable, el marino defendió su patria con coraje y, cómo él mismo espetó después de que sus hombres fuesen barridos de los mares, perdió «todo menos su honor». Un episodio que bien merece unas líneas en este diario.
Hacia el desastre
Fue el 28 de abril cuando don Cervera redactó de su puño y letra una misiva para sus hermanos antes de salir hacia Cabo Verde. Sus líneas sonaban a despedida; se palpaba la llegada de la Parca. El almirante replicó, de esta guisa, a marinos tan ilustres como Cosme Damián Churruca, quien también escribió una carta a su familia en los días previos a la batalla del Cabo Trafalgar en 1805. «Mis queridos hermanos. Acabamos de refrendar nuestros pasaportes para el cielo. Hoy hemos confesado y comulgado casi todos los de esta escuadra para cumplir con el doble precepto que nos obliga, el del precepto pascual y el del peligro de muerte. Algunos han faltado, con gran pena mía, pero no me ha parecido bien obligarles», arrancaba el de Medina Sidonia.
Cervera sabía a lo que se atenía. Sus hombres estaban poco bregados –no habían participado en un ejercicio militar desde 1884– y los caballos de batalla con los que había tenido que partir hacia el ya no tan Nuevo Mundo no eran, ni mucho menos, tecnología punta. Barcos antiguos, bajeles a los que les faltaban las piezas de artillería principales por problemas de impagos, navíos con los fondos sumamente sucios –lo que les hacía gastar una ingente cantidad de carbón y reducía su velocidad–... Todo aquello rondaba su mente cuando redactó la última línea de aquella carta: «Vamos a un sacrificio tan estéril como inútil. Vicente, si sucumbo, como espero, cuida tú de mi mujer y de mis hijos. A todos os abraza, Pascual».
Ya en Cabo Verde, y tras el inicio oficial de las hostilidades tras la voladura del 'Maine', a Cervera le fue encomendada la tarea de viajar hasta Puerto Rico, donde se esperaba un ataque de los hombres de las barras y estrellas. El almirante demostró en repetidas ocasiones su desacuerdo, así como el de toda su tripulación, ante esa decisión. Una vez más, sabía que significaba la destrucción de la armada española, y así lo dejó claro en un mensaje enviado a España el 22 de abril: «He recibido telegrama cifrado con la orden seguir para Puerto Rico a pesar de persistir en mi opinión, que es opinión general de los comandantes de los buques; haré todo lo que pueda para avivar salida rechazando la responsabilidad de las consecuencias».
Al final, Cervera decidió viajar con su flota hasta Santiago de Cuba. Acorde a los informes que poseía, este puerto estaba libre de barcos norteamericanos y era seguro. El almirante entró con su escuadra en la región el 19 de mayo de 1898. Su idea, controvertida para muchos, fue alabada por el capitán de navío e historiador de la época Alfred Mahan. Este experto señaló que, «de haber elegido otro puerto», los norteamericanos se habrían visto beneficiados «al poder concentrarse aún más». Para su desgracia, los temores españoles se hicieron palpables a finales de mayo, cuando la escuadra norteamericana a las órdenes de William Thomas Sampson bloqueó el puerto de Santiago de Cuba con una docena de navíos.
A partir de entonces se desató la discordia entre Cervera y el gobierno de Madrid. Un enfrentamiento que terminó cuando el almirante quedó subordinado al Capitán General Blanco, quien asumió el mando único de las fuerzas militares de tierra y mar después de que se lo solicitaran desde la capital. Pero ni el nuevo mando tranquilizó la situación el uno y los otros. Mientras el primero abogaba por quedarse a resguardo del puerto y de las minas submarinas ubicadas en la bahía, los políticos peninsulares preferían que la escuadra saliera de puerto, diese cuantos más cañonazos pudiera al enemigo, y tratase de buscar un nuevo puerto para reposar. Así estuvieron hasta principios de julio, cuando el almirante recibió el mensaje de la discordia:
«Vistos progresos enemigos a pesar heroica defensa guarnición y de acuerdo con la opinión del Gobierno de S.M. reembarque V.E. tripulaciones y aprovechando la oportunidad más inmediata salga con todos los barcos de esa escuadra, que dando en libertad de seguir derrota que considere oportuna».
Hasta la muerte
Y de ahí, a la salida del puerto. Al día siguiente, Cervera organizó a sus hombres y se dispuso a lanzarse contra la gran flota norteamericana. No estaba de acuerdo con el gobierno de Madrid y sabía que iba a ser destrozado por los buques de Sampson, pero, a sabiendas de que era imposible hacer entrar en razón a la metrópoli, se limitó a cumplir las órdenes. Una vez más, arengó a sus hombres antes de partir: «Dotaciones de mi escuadra. Ha llegado el momento solemne de lanzarse a la pelea. Así nos lo exige el sagrado nombre de España y el honor de su bandera gloriosa», arrancó.
Cervera explicó a sus hombres el porqué les había citado vestidos de punta en blanco. «He querido que asistáis conmigo a esta cita con el enemigo luciendo el uniforme de gala. Sé que os extraña esta orden porque es impropia en combate, pero es la ropa que vestimos los marinos de España en las grandes solemnidades, y no creo que haya momento más solemne en la vida de un soldado que aquel que se muere por la Patria», afirmó. Una vez más, queda cristalino que sabía que su destino era la derrota. Las líneas finales no tienen precio:
«El enemigo codicia nuestros viejos y gloriosos cascos. Para ello ha enviado todo el poderío de su joven escuadra. Pero solo las astillas de nuestras naves podrán tomar, y solo podrán arrebatarnos nuestras armas cuando, cadáveres ya, flotemos sobre estas aguas, que han sido y son de España. Hijos míos, el enemigo nos aventaja en fuerzas, pero no nos iguala en valor. Clavad la bandera y ni un solo navío prisionero. Dotación de mi escuadra: ¡Viva siempre España! Zafarrancho de combate y que el Señor acoja nuestras almas».
A pesar del valor demostrado en batalla –Cervera intentó atraer el fuego sobre su buque para que el resto de la flota lograse escapar–, el almirante se ganó el odio de los políticos de la Península. En palabras de su bisnieto, Guillermo Cervera, cuando regresó a España en septiembre con el resto de militares capturados tras la contienda fue recibido con recelos. Uno de los primeros en hablar con él fue el ministro de Marina. Y fue entonces cuando el almirante pronunció una de sus frases más célebres.
–Siento mucho lo sucedido, General. Supongo que habrá usted perdido todo lo suyo en el naufragio.
–Así es. Todo menos el honor.
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