El último y trágico sacrificio español en la Guerra de Cuba, contado por sus héroes: «No queda esperanza»
Han llegado hasta hoy los tristes relatos en primera persona de los protagonistas de la batalla Naval de Santiago de Cuba, en la que la escuadra del almirante Cervera fue arrasada. «Ha sido un desastre horroroso, como yo había previsto. La patria, sin embargo, ha sido defendida con honor»

«Ayer me dieron por muerto, ahogado, y casi lo estuve tres veces, pero cuando ya había perdido toda esperanza de salvación, la providencia me socorrió poniendo a mi alcance los restos de un bote destrozado». Esta carta fechada el 4 de julio de 1898, ... un día después de la batalla naval de Santiago de Cuba , llegó a España con dos meses de retraso. En ese tiempo, la familia del autor llegó a creer que este había muerto, tras leer su nombre en la lista de fallecidos que cada día publicaba la prensa española. Pero no fue así: Alejandro Lallemand, médico de la Armada en aquel último episodio de la Guerra de Cuba , sobrevivió para contarlo.
De los ocho años, dos meses y 21 días que este galeno gaditano nacido en 1857 había pasado navegando por los mares de China y las Antillas, hasta llegar a Santiago de Cuba, este fue el momento más trágico. Así lo reflejó él mismo en la correspondencia que mantuvo con su mujer después de la batalla y durante los dos meses anteriores. Misivas en las que relató, de manera minuciosa y ordenada, los pormenores del enfrentamiento con los estadounidenses desde el buque insignia Infanta María Teresa en el que viajaba junto al célebre almirante Cervera .
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«Queridísima Vicenta de mi alma, un milagro de la Virgen Santa me salvó ayer de la horrenda catástrofe de la escuadra. Y gracias a Dios que veló por mí, puedo ahora escribirte y podré abrazarte pronto a ti y a nuestros hijos», añadía Lallemand en la misma carta a la que tuvo acceso ABC, hace dos años y en exclusiva, a través de la donación que le hicieron los descendientes a Antonio Pérez Henares . Hasta llegar a manos de este periodista, la misiva y otros documentos relacionados con la batalla de Santiago de Cuba —como una copia manuscrita del parte de guerra original—, habían permanecido ocultos durante 120 años en la casa gaditana del bisnieto del médico.
Son los testimonios en primera persona de algunos de los protagonistas de aquel trágico episodio, en los que se refleja a la perfección el infierno vivido antes de perder los últimos territorios españoles de ultramar. Un desastre que se produjo tras la controvertida orden dada por el Gobierno a la escuadra de Cervera de salir del puerto, aún sabiendo que estaba bloqueado por la flota estadounidense, y que muchos historiadores y descendientes de las víctimas todavía consideran hoy como «suicida».
«No siendo militar, vería aquello como una aventura un poco incierta, convencido de que pronto volvería a casa. Sin embargo, cuando llegó la orden de salir del puerto, estoy seguro de que mi bisabuelo supo que iba a morir», comentaba a ABC, hace dos semanas, Juan Luis Martín, arquitecto malagueño y bisnieto del primer maquinista del buque Infanta María Teresa, Emilio Pablo Cortés , desaparecido aquel funesto 3 de julio de 1898.
«Si muero, cuida de mis hijos»
Ya lo había advertido el mismo almirante en otro de los documentos personales que han llegado hasta nosotros contando aquella batalla. En este caso, una carta a su hermano: «Vamos a un sacrificio tan estéril como inútil. Si en él muero, como parece seguro, cuida de mi mujer y de mis hijos». Finalmente salvó la vida, pero la mayoría de los pronósticos que tenía el almirante, los confirmó después en el parte de guerra, a una de cuyas versiones originales también tuvo acceso este diario en 2018 a través de Pérez Henares: «Ha sido un desastre horroroso, como yo había previsto. La patria, sin embargo, ha sido defendida con honor. La satisfacción del deber cumplido deja nuestras conciencias tranquilas, con solo la amargura de lamentar la pérdida de nuestros queridos compañeros y las desdichas de la patria».
La escuadra española aguantó cuatro horas antes de ser aniquilada aquel 3 de julio de 1898, con 332 muertos y 197 heridos . En el bando estadounidense, solo una víctima mortal. «En el Infanta María Teresa se sucedían explosiones que aterraban las almas más templadas —lamentaba Cervera en el parte—. No creo que se salvara nada. Nosotros lo hemos perdido todo, llegando la mayoría desnudos a la playa».
La mujer del maquinista, que había tenido su cuarto hijo poco antes de que este partiera hacia Cuba, murió «del trauma» dos años después sin saber si su marido había fallecido o no, tal y como explica su bisnieto. Sus hijos tampoco recibieron jamás sus restos, igual que decenas de miles de familias cuyos descendientes, maridos o padres desaparecieron en la guerra.
«Nos lo exige el sagrado nombre de España»
Cervera relató de primera mano y con todo detalle la crónica de la batalla, los incendios de cada buque, la muerte de los marinos, el rescate de los supervivientes, el hundimiento de los navíos y la arenga previa que dedicó a su escuadra en el puerto de Santiago de Cuba antes de salir a combatir: «Ha llegado el momento solemne de lanzarse a la pelea. Así nos lo exige el sagrado nombre de España». Los marinos de los cuatro cruceros ( Infanta María Teresa , Vizcaya , Cristóbal Colón y Oquendo ) y de los dos destructores españoles ( Furor y Plutón ) se extrañaron de la orden de salir ante la evidente superioridad de la flota estadounidense, que bloqueaba su plaza hacía más de un mes.
«El enemigo codicia nuestros viejos y gloriosos cascos. Para ello ha enviado contra nosotros todo el poderío de su joven escuadra. Pero solo las astillas de nuestras naves podrá tomar, solo conseguirá arrebatarnos nuestras armas cuando, cadáveres ya, flotemos sobre estas aguas que han sido y son de España ¡Hijos míos! El enemigo nos aventaja en fuerzas, pero no nos iguala en valor. ¡Clavad las banderas y ni un solo navío prisionero!», dijo antes de salir del puerto.
A la pregunta de por qué salió si las posibilidades de escapar eran escasas, la respuesta en los sucesivos debates que se han producido sobre la batalla a lo largo del siglo pasado siempre fueron la misma: porque se lo ordenaron. Así lo refleja el almirante al comienzo del parte: «En cumplimiento de las órdenes de vuestra excelencia ilustrísima, con la evidencia de lo que había de suceder y tantas veces había anunciado, salí de Santiago de Cuba con toda la escuadra». Algo de lo que ya había avisado un mes y medio antes al ministro de Marina, calificando la decisión de «desastrosa».
«El buque se defendía valientemente»
Aún así, salió del puerto, tal y como lo explica Cervera al capitán general de Cuba, Ramón Blanco , en los documentos que han llegado hasta nosotros: «Nuestros buques salieron del puerto (a las 9.30 horas) con una precisión tan grande que sorprendió a nuestros enemigos, quienes nos han hecho muchos y entusiastas cumplimientos sobre el particular». Según detalla, el Infanta María Teresa abrió fuego sobre un acorazado norteamericano cinco minutos después con la intención de dirigirse, «a toda fuerza de máquina», contra el Brooklyn, el navío más rápido del enemigo. El buque insignia, sin embargo, «recibió un proyectil que le rompió un tubo de vapor auxiliar que nos hizo perder velocidad y, al mismo tiempo, otro que rompió un tubo de la red de contraincendios. El buque se defendía valientemente del nutrido y certero fuego enemigo, pero no tardó mucho en caer herido el valiente capitán Concas». «Realizada la salida —continúa—, el combate se generalizó con la desventaja, no solo del número, sino del estado de nuestra artillería y municiones de 14 centímetros que usted conoce por el telegrama que le puse».
A las 13.30 horas, la escuadra española había sido aniquilada. Pero han sobrevivido también los partes de guerra de los otros cruceros y destructores, donde las escenas se suceden con detallada crudeza. Primero el ya mencionado del Infanta María Teresa y, después, los del Colón, el Furor, el Plutón, el Vizcaya y el Oquendo, todos con sus respectivas desdichas y sus muestras de valor: «Cuando el valiente comandante vio que no podía dominar el incendio y no tenía ningún cañón en estado de servicio —puede leerse en el de este último—, decidió embarrancar, mandando previamente disparar todos los torpedos por si se acercaba algún buque enemigo (...) El rescate de los supervivientes fue organizado por su comandante que perdió la vida por salvar la de sus subordinados».
Cuenta Lallemand en las cartas a su mujer que las dos primeras bombas produjeron más de 40 heridos que se amontonaron en la enfermería del Infanta María Teresa, la mayoría de ellos con graves amputaciones. Durante el salvamento murió también el segundo médico del navío, Julio Díaz Navarro , y él mismo sufrió una fuerte contusión en el abdomen que le produjo una hemorragia interna y fiebre. Aún así, no abandonó su puesto hasta poner a salvo a todos los heridos en cubierta, cuando el buque ya era pasto de las llamas. Después se arrojó al mar y la hélice del barco estuvo a punto de succionarlo, como le ocurrió a cuatro de sus compañeros. Se escapó milagrosamente, como señala en la misiva, «hasta que me vio un barco americano y mandó un bote a recogerme. Entonces quedé prisionero».
«Ya no queda esperanza»
Se cumplían también los peores presagios de Lallemand, a juzgar porque en una de las primeras cartas, la del 16 de abril de 1898, avisa a su mujer de que le ha enviado sus pertenencias más valiosas desde San Vicente de Cabo Verde, por lo que pudiera pasarle: reloj, gemelos de oro, portamonedas y un alfiler de corbata. Y añade: «Recibo noticias de que ha sido un niño muy negrillo y chatito. Dios quiera que lo pueda besar pronto». Su sexto hijo acababa de nacer con él a miles de kilómetros de distancia.
Según un estudio publicado por el coronel médico Juan Manuel García-Cubillana en 2006, las condiciones sanitarias de la escuadra del almirante donde trabajaba Lallemand dejaban mucho que desear. El espacio reservado a la enfermería dentro de cada buque era minúsculo y estaba en penumbra, cerca de la quilla, sin ventilación ni medios de acceso. El personal sanitario se componía de ocho médicos, dos en cada barco. Durante la travesía atlántica, estos adiestraron al resto de la dotación en las curas de socorro que, según intuían, se iban a tener que realizar en cuanto entraran en combate. «Desgraciadamente ya no queda esperanza de que la cuestión con los Estados Unidos tenga una solución pacífica. Esta noche se ha recibido ya del Gobierno la noticia oficial de la declaración de guerra. La orden del Gobierno es que salgamos para Puerto Rico (...). Dios nos proteja, porque, de otro modo, la inferioridad grandísima de nuestros navíos nos hará llevar la peor parte», escribía el médico a su mujer el 24 de abril del 98. Es decir, un día antes de que dicha declaración se hiciera oficial. «¡Dios quiera que llegue una orden suspendiendo el viaje y que nos manden a Cádiz!», añadía. Obviamente, eso no ocurrió.
Una de las principales preocupaciones que Lallemand comparte con su mujer —más allá de la dolencia estomacal que le «mortifica» desde hace meses y las duras condiciones del viaje: «Te estoy escribiendo casi a oscuras por una avería en la luz eléctrica, pues solo tengo el final de una vela»— es la ausencia de respuestas por parte de su familia a las cartas que envía con rigurosa frecuencia. Una desesperación que fue en aumento y continuó tras la batalla naval, durante su cautiverio, donde seguía sin noticias tras el parto: «Pasan días y semanas y, mientras llegan cartas para todos, aquí sigo yo sin saber nada de ustedes, en el estado de ánimo que te puedes imaginar. No puedo comprender en qué consiste, pero temo que, desgraciadamente, se fundamenta en que las noticias que me tengan que dar sean malas». No se equivocaba: durante su ausencia, su padre y uno de sus hijos habían muerto en Cádiz.
Renunciar a la libertad
El sacrificio personal de todos y cada uno de los marinos de la escuadra de Cervera fue enorme, como dejaron por escrito muchos de los supervivientes. Lallemand no pudo despedirse de su progenitor y de su pequeño, ni tampoco ver nacer a su nuevo hijo, pero para él su dedicación era casi como una misión santa y sublime, hasta el punto de renunciar a la libertad que le correspondía como médico, al llegar a Portsmouth (Nuevo Hampshire, Estados Unidos), como prisionero. Así lo dictaba el Convenio de Ginebra de la Cruz Roja , pero él no quiso dejar solos a sus compañeros heridos y continuó atendiendo a «60 o 70 enfermos de una epidemia de fiebre que se había desarrollado entre nuestra gente, al ser ya insuficientes los médicos yanquis».
Después del 1 de septiembre de 1898 —«hoy ha llegado aquí la noticia oficial de que muy pronto quedaremos en libertad y saldremos para España», escribe— no se conocen más cartas de Allemand. El médico atracó en Cádiz, junto al resto de enfermos y prisioneros, el 12 de septiembre. Por sus servicios en Portsmouth recibió la Cruz Blanca del Mérito Naval, pero poco más de tres años después falleció en su casa. La causa: una peritonitis crónica, secuela del traumatismo abdominal que había sufrido en la batalla naval de Santiago de Cuba. Tenía 45 años y su entierro fue multitudinario.
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