Así toreó Alfonso XIII las posibles responsabilidades por el Desastre de Annual
Entre el pueblo se extendió el falso rumor de que el Rey se había quejado de lo gravoso de tener que pagar rescate por los prisioneros de Annual: «¡Qué cara se vende la carne de gallina!»
La presencia española en el norte de África vegetaba tras la Primera Guerra Mundial entre la corrupción, el hartazgo de los soldados más humildes y la falta de avances territoriales desde hacía décadas. Los sobornos a los líderes indígenas y el mantenimiento de ... una red infinita de puestos defensivos devoraban cualquier beneficio económico que pudiera escupir aquella tierra baldía . Mientras crecían las voces en contra de la guerra, Alfonso se manifestaba radicalmente a favor de seguir con la «cruzada». El Rey pronunció a principios del verano de 1921 un entusiasta discurso frente al sepulcro del Cid, en la Catedral de Burgos , donde prometió que con las conquistas africanas tendría España «bastante para figurar entre las primeras naciones del mundo».
El comandante Manuel Fernández Silvestre , un oficial de caballería recomendado por el Monarca, encabezaba en esas mismas fechas una temeraria campaña desde Melilla hasta Alhucemas, ciudad costera en el camino de Ceuta, para llevar a efecto las ensoñaciones imperiales. En pocos días, Fernández Silvestre avanzó más de cien kilómetros sin apenas bajas, a base de sobornar a las tribus locales, mientras repartía a sus tropas por una tupida red de posiciones en un territorio inhóspito. El militar se comprometió con el Rey a entrar el Día de Santiago en Alhucemas y fundar sobre el lugar una ciudad llamada Alfonso, pero la realidad era que estaba en las antípodas de poder cumplir su promesa.
El desastre
La dispersión de las tropas provocó un grave problema logístico que, junto a la falta de comunicación con el comandante de Ceuta, Dámaso Berenguer, garantizó el desastre. Lo que empezó a principios de julio como un levantamiento aislado de algunas tribus indígenas se transformó de la mano del carismático Abd el-Krim , que había servido como traductor al Ejército español, en una rebelión generalizada. Por toda la zona española se produjeron puñaladas por la espalda. Fernández Silvestre intentó pasar a la ofensiva, pero únicamente logró caer en una trampa. Aislado sin munición ni agua en un campamento en Annual, el comandante general de Melilla tuvo que salir de forma precipitada al frente de tres mil españoles y dos mil marroquíes en lo que resultó una marcha hacia la muerte.
En medio de la desbandada final, Fernández Silvestre pereció en el campamento y nunca se pudo recuperar su cadáver. Los supervivientes, que escaparon gracias a las cargas suicidas de la caballería de Alcántara, que perdió al 80 por ciento de sus efectivos, se atrincheraron en un monte a escasos cuarenta kilómetros de Melilla. La propia ciudad española se salvó de caer en manos enemigas porque los guerreros indígenas se entretuvieron demasiado con la rapiña. Fue imposible acudir a rescatar a los supervivientes y, el 9 de agosto, el general Berenguer , también del entorno palaciego, les autorizó a que se rindieran. Los rifeños, incumpliendo su palabra, masacraron a los soldados desarmados y abandonaron los cadáveres a la suerte de la tierra. Solo un pequeño grupo permaneció cautivo para luego ser vendido a España a precio de marfil.
Entre el pueblo se extendió el falso rumor de que Alfonso se había quejado de lo gravoso del manjar: «¡Qué cara se vende la carne de gallina!». Aquello solo aumentó la indignación... La aniquilación de más de diez mil hombres por todo el territorio marroquí fue una de las mayores, sino la mayor derrota en la historia de España . El socialista Indalecio Prieto lo expuso sin aliños: «Estamos en el periodo más agudo de la decadencia española. La campaña de África es el fracaso total, absoluto, sin atenuantes, del ejército español».
«Estamos en el periodo más agudo de la decadencia española»
Las críticas por la masacre se agolparon contra el Rey, al que su exceso de protagonismo político y el empeño en meter el bigote en todas las controversias que afectaban al Ejército le situaban como un colaborador necesario del caos. Él, a su vez, culpó a los políticos y tomó precauciones frente al informe que se le encargó al prestigioso general Juan Picasso para esclarecer lo ocurrido. Picasso llegó hasta donde pudo en sus indagaciones, aunque no pudieron ser lo bastante exhaustivas debido a que algunas pruebas volaron. Jamás se encontraron documentos entre los enseres de Fernández Silvestre que demostraran que el comandante estuviera siguiendo órdenes directas de Alfonso. Una parte de las cartas cayó en manos rifeñas durante el saqueo, mientras que la documentación de su despacho en Melilla desapareció convenientemente. El escritorio de su secretario personal apareció descerrajado .
La investigación
Lo que sí constató la investigación fue que Fernández Silvestre se coordinó poco o nada con Dámaso Berenguer y que en ningún momento informó al Estado Mayor de sus planes. Ambos oficiales, por el contrario, mantuvieron una correspondencia fluida con el Rey durante toda la campaña. Sus intromisiones solo añadieron desconcierto a la operación , aunque el monarca siempre justificó su papel como necesario: «No me arrepentiré nunca de mi obstinación de mantener el honor y la presencia de España en aquel pedazo africano... Acaso de lo único que tengo que arrepentirme es de haber observado escrupulosamente los artículos de la Constitución en aquellos años. Si hubiera dejado de ser Rey constitucional para ser Rey a secas, es posible que hubiera evitado el desastre de Annual ».
Sobre las acusaciones concretas de haber animado a Silvestre a emprender la campaña, aseguró Alfonso que al general le «había distinguido con mi aprecio», pero solo «como a todos los demás» y que era «una burda leyenda» que él había dado la orden. No obstante, como explica el historiador Javier Tusell en la biografía 'Alfonso XIII. El rey polémico’ (Taurus) nunca se pudo demostrar con pruebas que el Monarca hiciera sugerencias sobre las operaciones en curso, únicamente sobre sus intervenciones en cuestiones de material, como, por ejemplo, con la compra de armamento para el Ejército, y en el ascenso de ciertos mandos por encima de otro.
A su posible implicación en el Desastre de Annual se sumaban, además, los intereses económicos que Alfonso conservaba en Marruecos, donde atesoró durante un tiempo acciones de la Compañía Minas del Rif . Incluso la Segunda República acreditaría que el rey no incurrió en estafas o desvió fondos en estas aventuras empresariales que incluyeron la promoción del Metro de Madrid y mucha deuda pública, aunque no cabe duda de que su posición le permitió acceder a información privilegiada. Estas inversiones multiplicaron en pocos años su fortuna particular. Si en 1902 sumaba casi nueve millones de pesetas, hacia 1931 la cifra se elevó hasta los treinta y dos millones y medio.
La dictadura
El Desastre de Annual metió al Monarca en un atolladero. Cuantos más gobiernos montaba, más rápido se deshacían. Y de pronto, apareció el cirujano de hierro que reclamaba la corriente regeneracionista de Joaquín Costa . El capitán general de Barcelona, Miguel Primo de Rivera , no pertenecía al círculo de palacio, no era alguien popular y ni siquiera contaba con grandes apoyos dentro del Ejército. Quizás era esa ausencia de deudas lo que le hacía la persona más adecuada para liberar la patria de los «profesionales de la política» o, como defendió el propio soberano ante la prensa internacional, defender a España del comunismo allí donde el parlamentarismo, por debilidad, se mostraba incapaz.
La mayoría de la opinión pública dio la bienvenida al directorio militar de Primo de Rivera, que en privado llamaba «el señorito» al Rey
Alfonso XIII se resistió a la tentación de convertirse en rey dictador y, a cambio, permitió el 13 de septiembre de 1923 el pacífico golpe de Estado de Primo de Rivera . Con el militar de Jerez de la Frontera se entendió muy bien al principio y, aunque no participó en la gestación del pronunciamiento, todos sabían que si este había triunfado era porque el Rey lo toleró. Estaba convencido de que un dictador le libraría de los enredos políticos, sin apreciar que él era el gran instigador de la mayoría de ellos y que si hubiera quería darle a un uniformado la batuta bastaba con haberle nombrado presidente. Su reinado constitucional se había cerrado con treinta y seis gobiernos en veintiún años.
La mayoría de la opinión pública dio la bienvenida al directorio militar de Primo de Rivera , que en privado llamaba «el señorito» al Rey y que, así insistía, pensaba estar solo unos meses en política. Paternalista, egocéntrico y sobre todo adicto al cariño popular, el cirujano de hierro habría de permanecer siete años anclado en el cargo forjando una dictadura con una ideología más que moldeable.
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